Por Ileana Hernández Grillet.
Yo recuerdo que en mi casa siempre oí que me llamaran Nena. Había nacido después de cuatro hermanos varones y con una diferencia de edad con más de cinco años con el hermano que me precedía. Creí que ese era mi nombre hasta que esa certeza terminó al comenzar el primer grado y oír que nombraban en la lista a una Escolástica del Carmen Pulido Briceño. Ni siquiera pensé se referían a mí. Pero la maestra me dejó bien claro que debía decir Presente al nombrarme así. Mi primer día de clase me pareció que duraba más de las cuatro horas que me habían dicho. No podía esperar llegar a casa y preguntarle a mi mamá si ese era en realidad mi nombre y el por qué yo tenía que llamarme así. Desde ese día lo odié. Yo tenía seis años y no podía pensar que por delante vendrían muchos años de humillación, de oír bromas y apodos como Escopeta, Plástica, Lástima y cosas peores. Años de esconderme bajo el apodo de Natica que me pareció al menos aceptable. Más digno. No ofrecía de entrada rechazos, ni críticas. Sonaba hasta cariñoso.
Mi paso por el bachillerato fue de una completa actitud de querer ser invisible. Llegar después de pasar la lista, aunque eso significara tener que rogarle al profesor de turno que me pusiera la asistencia después. Esconderme detrás de gruesos lente, cabello corto y cero vidas sociales. Al conocer a alguien jamás decía mi nombre real, sino mi apodo de Natica. Aunque éste también me comenzó a traer problemas al popularizarse una marca de crema de leche, llamada igual.
Ya en la Universidad no cambió mucho el asunto, pero estaba más proclive a contestarle con un tanto de agresividad a quien se atreviera a jugarme bromas o burlarse de mi nombre. Yo me sentía con un peso incapaz de llevar, aunque mi metro setenta de estatura no diera esa impresión de baja auto estima.
Es así que como solución definitiva he decidido cambiármelo legalmente, aunque sé que es un proceso largo, costoso y que según mi mamá es injustificado, porque ese nombre es tradición familiar. Lo lleva mi bisabuela materna, próxima a cumplir cien años. Y si lo cambio, se considerará que es una falta de respeto con la anciana. Estoy decidida y lo haré.
Tengo ya 18 años y he decidido comenzar los trámites antes de que el papeleo para efectuar el cambio se vuelva más complejo. Tengo que hacerlo antes de graduarme en la Universidad o mi título quedará expedido sin remedio con el odiado nombre. Me dan ganas de vomitar de solo pensar en ver sobre el pergamino grabado ese horrible nombre completo.
Ahora debo pensar el nombre nuevo que tendré. Heroínas, diosas griegas, poetas famosas, políticas de renombre, todos esos nombres empezaron a barajarse en mi mente. No encuentro el definitivo, el que me cuadre y quisiera llevar por el resto de mi vida. He comenzado a sufrir de insomnio. De pesadillas. Me veo perseguida por miles de figuras, cada una con un cartel y un nombre puesto en él, y que me gritan: éste, éste es.
Por otra parte, mi abogado me urge a tomar una decisión para así comenzar el proceso. Ni pensar en consultarlo con mi familia. Nadie me apoya. Estoy sola. Al fin me decido por el más simple: Ana María y comienzan los trámites que me traerán, creo con esperanzas, un cambio en mi vida.
Mi abogado me dice, después de un mes de comenzar el proceso, que yo debo ir al Tribunal porque el Juez, recién nombrado, quiere hablar conmigo. Esto es algo inusual, pero el letrado me dijo que era urgente.
Llega el día de la cita y me voy hasta el Juzgado a la hora indicada. Luego de un rato, que me parece eterno, en la sala de audiencias, el secretario me llama e invita a pasar al despacho del Juez. Muy ceremonioso, con el ceño fruncido, el magistrado me invita a sentar. Su presencia me impone.
Él toma unos papeles sobre el escritorio y muy seguro mirándome fijamente a los ojos, me dice con una voz que casi retumba en el pequeño despacho:
–Permítame presentarme primero. Mi nombre es Escolástico Carmelo López Madroño. Ahora bien, dígame señorita ¿Por qué quiere cambiarse el nombre? ¿Cuál es su empeño en cambiar de identidad?
En ese momento me pareció que una nube negra me cubrió totalmente, me falta la respiración y antes de desmayarme deseo que venga un diluvio que me hunda hasta la más honda de las profundidades, por muchos siglos.
Foto aportada por la autora