Luis Fernando Estrada Valencia
Nidya siempre creyó que el amor era un campo de batalla, que, si no luchaba o peleaba a todo momento, entonces no era verdadero. Por otro lado, Andrés, su esposo, ya estaba cansado y aburrido de esa relación. Tanta discusión porque no le decía a cada instante lo hermosa que estaba; tanta descalificación porque no le gustaba comer lo mismo que a ella; le inventaba que otros le coqueteaban en redes sociales para ver si la celaba un poco y sentir que la quería. Con esa idea se aferró a él, a su atención, a su tiempo, como si fuera un derecho adquirido, como si su vida le perteneciera.
Al principio, todo era dulce, un vaivén de caricias y promesas. A diario, los ficus del solar de su casa bailaban al son de la fresca brisa de verano. Pero pronto ella empezó a exigir más: “Di con quién estuviste”, “por qué tardaste tanto”, “por qué no contestas los mensajes de inmediato”. Pensaba que era normal, que así demostraba el amor, que solo quería lo mejor para ellos. Pero la verdad era otra: se convirtió en su sombra, una cadena que lo apretaba más y más. Lo ahogó. Cada palabra de ella era un alfiler en su piel. Su risa se apagó, sus brazos se volvieron mecánicos. Y ella, en su ceguera, se victimizaba, lloraba y le reprochaba que ya no la amaba como antes. No entendía que ella misma estaba destruyendo lo que juró proteger.
El día que Andrés hizo las maletas, su mundo se derrumbó. Se quedó parada en el umbral, mirándolo, con el alma deshecha.
—Lo siento —le dijo Andrés con tristeza genuina, pero sin dudar.
Y entonces lo supo: ella lo empujó a eso. No hubo otra mujer, no hubo traición. Solo estaba harto de vivir en una jaula que ella misma había construido.
Pasó las semanas en un limbo de culpabilidad. Se dio cuenta de que no era amor lo que le ofrecía, sino control. No era pasión, sino dependencia. Y mientras él, libre al fin, recomponía su vida, ella descendía, cambiando el cielo que una vez tuvo por el infierno de su propia soledad.
Descuidó a quien amaba para darse cuenta, después, de que había perdido al mejor hombre que había conocido, y por cosas superfluas.
Dio por hecho que, como ya estaban casados, no habría riesgos.
Ahora, en su soledad, valora y extraña lo realmente importante.
Una noche, antes de ir a dormir, se miró al espejo. No reconoció a la mujer que veía. Sus ojos ya no brillaban. Su sonrisa era una sombra de lo que fue. Entendió que el amor no es poseer, tampoco exigir ni reclamar; también entendió que el amor no se mendiga, tampoco se sufre ni se encarcela.
Mientras conciliaba el sueño, recordó la imagen del día anterior, en su caminata campestre, cuando vio brotar lágrimas de las cortezas de los guayacanes.
Lo entendió demasiado tarde. Y ahora está entre cenizas, sabiendo que fue su peor enemiga.