Por María Victoria Bermúdez Lozano.
Un día cualquiera del caluroso agosto de 2011, María recibió un escueto mensaje que decía:
¿Eres la niña que pasaba vacaciones en Tunja?
Ella de inmediato identificó al remitente y sonriendo emocionada dijo en voz baja como si él la estuviera escuchando: sí soy yo. Tuvo la intención de responderle por escrito, pero no sabía cómo funcionaba el Messenger. En la hoja de papel donde escribía sus ejercicios de inglés hizo cuentas de los años que habían pasado: treinta y ocho años. Se sorprendió porque a pesar de todo ese tiempo las imágenes y recuerdos que la ligaban a esa persona y a esas vacaciones se habían guardado en su memoria y ahora las podía recuperar de manera vívida, como si solo lo hubiera visto ayer.
Pasaron diez años para que esa intención de responder se hiciera inaplazable. En julio de 2021, en plena pandemia del COVID-19, María se dedicó a dar pasos concretos para emprender la búsqueda de Jorge. Las repetidas y fallidas exploraciones en Facebook no la desanimaron. Se apoyó en su prima Tere para que le recordara su segundo apellido, pero fue en vano, ella no lo sabía.
María no se dio por vencida, respiró hondo varias veces, volvió a la red social, encontró el icono de Messenger, empezó a buscar con cuidado; en minutos descubrió que el mensaje del 2011 seguía ahí, de inmediato escribió: –Si, soy yo. Después cruzó los dedos, mordió su labio inferior y sin pestañear miró la pantalla del computador, volvió a respirar. Poco tiempo después, oyó la notificación de Messenger, luego leyó:
–¡Que alegría! ¿qué es de tu bella vida?
El corazón de ella retumbaba, no hallaba qué contestar, por fin escribió: buenas tardes, estoy bien, ¿quieres ser mi amigo en Facebook? y anotó su nombre y sus dos apellidos. Él de inmediato contestó: –claro que sí, yo me acuerdo de tu nombre y apellidos, también que en tu familia te decían Mary. Enseguida los dos al tiempo anotaron sus números de teléfono en el chat. Por primera vez en sus vidas hablaron por celular, luego él le enseñó a activar la cámara. Era evidente que los dos estaban emocionados. Esa tarde se contaron parte de sus vidas y recordaron lo que habían vivido en su adolescencia.
Se habían conocido en la época en que muchos niños pasaban vacaciones en las casas de los abuelos o los tíos. En esa ocasión María y su hermana mayor, Luz, fueron a pasar vacaciones a Tunja, a la casa de una tía materna que vivía allá y las había invitado varias veces. Aunque el viaje en bus duró más de 12 horas, llegaron ansiosas por conocer esa ciudad colonial que a su papá le fascinaba. Los tíos las recibieron con cariño y en su pequeña pero acogedora casa, les asignaron una habitación que recibía el sol de la tarde, daba a la calle y tenía una ventana fija.
El lunes 2 de julio de 1973, los tíos organizaron un baile para dar la bienvenida a sus sobrinas. Los invitados eran muchachos que vivían en su barrio. Desde temprano todos ayudaron a ordenar y a virutear el piso de madera de la casa. En el ambiente se percibía alegría, los tíos eran sociables y querendones. María tuvo que zafarse de su timidez y fluir. Al atardecer su hermana le aplicó un poco de su brillo de labios y las primas le prestaron un buzo; ella no tenía ninguno porque, vivía en Barrancabermeja y su clima no lo requería; por la noche saludó y sonrió con cordialidad a todos los asistentes a la fiesta; sólo un joven llamó su atención porque cuando la saludó le estrechó la mano, le sonrió, la miró a los ojos de manera que le pareció especial y le dijo que se llamaba Jorge. Él permaneció a su lado y, tan pronto empezó a sonar la música de la Billo’s Caracas Boys la invitó a bailar. Luz, su hermana, se dio cuenta, miró a María y luego, en señal de aprobación, levantó el dedo pulgar de su mano derecha de forma disimulada. A los pocos minutos Luz se asombró: esos muchachitos bailaban de manera acompasada y cadenciosa, parecía que hubiesen bailado muchas veces antes; sin embargo, lo que más la inquietó, fue el hecho de que su hermana jamás había ido a un baile.
Los dos días siguientes, las primas y sus amigos las llevaron a conocer la ciudad, y a una cafetería que se llamaba La Tijuana, que era un lugar frecuentado por estudiantes; allá permanecían toda la tarde charlando, aunque sólo pedían un café con leche pequeño que ellos llamaban ‘perico’. Al anochecer iban a comprar dulces de miel a una tienda que quedaba en la plaza de Bolívar. Las recién llegadas ya los habían probado, y les parecían deliciosos. Jorge y María se miraban, conversaban y sonreían como si se conocieran de toda la vida.
El jueves a las once de la noche, Jorge y sus amigos músicos se acercaron a la ventana y dieron una serenata. Al principio la duda se apoderó de las niñas que dormían en la casa, pues no sabían quién era la agasajada, pero Tere corrió al cuarto donde estaban durmiendo sus primas y concluyó que era para Mary, ya que el que cantaba era Jorgito, así le decía ella. Esa fue para María su primera y más memorable serenata. Cuando el homenaje finalizó los chicos fueron invitados a entrar para ser acogidos con agrado y simpatía por toda la familia; los tíos les ofrecieron canelazo, y de inmediato el ambiente se tornó cálido y festivo. Al finalizar la velada, María fijó sus ojos en los de Jorge, se aproximó y, en forma espontánea le dio un corto y delicado beso. Él, algo sorprendido, lo respondió con cortesía y discreción. Ella sintió que ese beso, el primero que daba y recibía en su vida, sería inolvidable.
Al día siguiente cuando el grupo se reunió, decidieron hacer un paseo. Escogieron ir a un lugar al que iban los enamorados. Ese sábado María y Jorge se veían dichosos, se tomaron de la mano cual si fueran novios de mucho tiempo. Por el camino se deleitaron con la niebla mañanera, las abejas que se alimentaban con el néctar de las flores, y, sobre todo, con esas libélulas que se adelantaban y luego regresaban como queriendo guiarlos. Tampoco fueron indiferentes a las ovejas con sus crías, a los pinos, eucaliptos y a unos arbustos cargados de flores rosadas y moradas, que, según Jorge, se llamaban Sietecueros nativo. Ellos y los demás paseanderos caminaron aproximadamente dos horas. Al llegar a La Cascada todos aplaudieron.
Jorge y María observaron y escucharon el ruido de la cascada varios minutos; luego se sentaron a charlar. Ella se enterneció al saber que la mamá de Jorge le había enseñado a manejar su máquina tejedora y que él a los 8 años empezó a diseñar y a tejer sus propios abrigos con varios colores. María lo felicitó y le comentó que le parecía que él era un artista y que creía que sus suéteres eran una obra de arte. Después le contó que ella también sabía tejer y que se había tejido dos de sus faldas en crochet. Ambos se miraron intrigados, sonrieron y se abrazaron. Esa coincidencia les pareció increíble.
Después jugaron a la lleva y hasta una ronda infantil que se llama: Patinaba una chica en París. Cuando María comenzó a enseñársela, él la miró sorprendido, al percatarse de que ella sabía cantar; antes de que él le preguntara María le contó que pertenecía al coro de su colegio. Después de jugar un largo rato el juego terminó con un beso. Los amigos y familiares los observaban complacidos, nadie los interrumpió.
Mientras tanto, Luz y un chico que se llamaba Gabriel, ubicaron un lugar sombreado para hacer el asado. Fue difícil, les costó prender el fuego. Gracias a la persistencia de ellos todos almorzaron.
Por la tarde Jorge y María permanecieron al lado de los demás enamorados. Sin embargo, él solo miraba y sonreía a María, no terminaba de comprender el afecto que ya sentía por esa chiquilla. Él desde que la vio sintió que se enamoraba de sus ojos negros y brillantes, de su sonrisa, de su alegría y de su espontaneidad. Ella sólo tenía 14 años.
El martes siguiente Jorge habló con Tere. Le pidió que llevara a sus primas a la discoteca Taurus a las 5 p.m. Le explicó en voz baja que él estaba participando en un concurso que pretendía descubrir a la “nueva estrella de las canciones” y que los organizadores del programa iban a las provincias a buscar talentos. Esa fue una sorpresa bonita y de grata recordación para María. En la disco ella solo tuvo ojos para Jorge, lo único que la contrarió fue que sus “bravos” se quedaron amordazados, pues únicamente se podía aplaudir y gritar cuando el cantante finalizara su audición. En ese instante ella aplaudió en forma enérgica y constante, al final sus manos le dolieron, pero eso no importó. A la salida de la discoteca María empezó a temblar por el frío, Jorge se quitó su chaqueta y la puso en sus hombros, un detalle que a ella le pareció muy especial. Esa noche la certeza brotó en el interior de María: se había enamorado de ese joven de diecisiete años por su voz, su sensibilidad y humildad; además, él tenía una sonrisa amplia, sus ojos café oscuros eran expresivos, era buen bailarín y hasta su vestimenta le resultó atractiva.
A los pocos días se despidieron. La distancia los separó físicamente, pero sus corazones permanecieron unidos por el recuerdo de los detalles bonitos que identificaban a cada uno, por la música que habían escuchado, por los besos y la alegría que habían compartido juntos.
Al año siguiente María y su hermana volvieron en las vacaciones. Igual que el año anterior los tíos invitaron a un baile. Jorge y María se rencontraron, se abrazaron, bailaron, se dedicaron canciones que cantaron al oído del otro e intercambiaron pequeños detalles. Esa noche la vivieron como si el mundo se fuese a acabar al día siguiente.
No habían pasado ni tres días, cuando la tía de María mirándola a los ojos le dijo que ella tenía que prohibir su relación con Jorge. Le explicó que los dos eran muy jóvenes, que ese noviazgo no le convenía y luego, para convencerla, le dio una razón que consideraba de mucho de peso, aunque en realidad, solo hacía alusión a los amigos de Jorge. El corazón de María se agrietó, no supo que decir. No alegó, ni se enojó con la tía, ella era obediente, respetaba a los mayores y estaba en su casa.
La última vez que María vio a Jorge, él subía hacia la casa de los tíos, y ella bajaba por la calle con la tía. Ni siquiera lo pudo saludar. Solo lo miró a los ojos y en silencio le dijo:
–No te voy a olvidar. A ti y a nuestros recuerdos los llevaré grabados en mi alma.
En esos encuentros que el destino y la tecnología les tenía guardados, pudieron confirmar que ese sentimiento que experimentaron les quedó incrustado en el alma. Cada gesto, cada palabra que se dijeron, continuó en la memoria desafiando el paso del tiempo.