Los gustos de Dios

Por Gladys Teresa López González.

Mientras arreglaba la casa, contempló el jarrón con las flores ya marchitas, que días atrás le había regalado Nury, la novicia, en agradecimiento por haberla hospedado en su casa de la ciudad, para realizar diligencias en la curia para su próxima ordenación.

Botó las flores secas a la basura, lavó el florero y volvió a colocarlo sobre la mesita al pie de la ventana. Evocó a Nury y recordó sus palabras:

―Le pedí flores a Dios y hoy, alguien me regaló este bello ramo de astromelias, así que cuando quieras flores, pídeselas a Dios y verás que de algún lado y de quien menos las esperas te llegan como respuesta.

Entonces, pensó que sería lindo tener de nuevo el jarrón lleno de flores frescas, ¿de cuáles?, pensó. Entonces en una corta oración le dijo a Dios:

―Regálame flores, no sé de cuáles pedirte, de las que más te gusten a ti ―y un poco escéptica y dudando un tanto de las palabras de Nury, continuó sin más arreglando la casa.

Se había quedado sola con la bebé y pasó todo el día limpiando, lavando y ordenando; pronto, se olvidó de la oración que hizo en la mañana. En la tarde, luego de los oficios, se dedicó a su pequeña bebita.

Ernesto, su marido, se había ido con las niñas para la casa de la abuela a pasar el día con ella y con tía Emilia.

Regresaron más temprano que de costumbre; salió a recibirles mientras le contaban, con lujo de detalles, que habían ido con tía Emilia, a la casa vieja de la abuela, para revisar la remodelación que le hacían a ésta para ponerla en venta y habían aprovechado, para recoger flores y traerle a su mamá.

Cuál no sería su sorpresa, al verlas portando sendos ramos de lirios blancos silvestres, similares a las azucenas, pero de esas que a ella siempre le parecieron poca cosa, nada que ver con las Azucenas de Quito, que llevaban sus compañeras de colegio para engalanar el altar de María Auxiliadora, los veinticuatro de cada mes.

Siempre le pedía a su abuela, que le comprara Azucenas de Quito para la ceremonia de la Virgen y su abuela siempre le decía:

―Qué vamos a comprar azucenas habiendo tantas en el jardín. ―y proseguía― Diocelina, corte dos varas de azucenas y déselas a Aura, para que las lleve al colegio. ¿Qué tal, dizque comprar flores, habiendo tantas acá? ¿No ve que eso es como quemar pólvora en gallinazos?

Sin embargo, a Aura no le hacía mucha gracia, debía llevar muy a su pesar, aquellas que no eran tan elegantes y hermosas como las que llevaban las demás niñas y pasaba triste y cabizbaja, a colocar sus lirios en el altar, pensando a regañadientes, que quizás a Dios no le gustarían sus flores por ser tan simples, tan humildes… y hoy, precisamente hoy, cuando le había pedido a Dios que le regalara flores, de las que más le gustaban a Él, justo ese día, le enviaba a través de sus dos pequeñas hijas, aquellas sencillas florecitas silvestres, que crecían abundantemente en el jardín, de la casa vieja de su abuela.

Foto aportada por la autora.