Lo que somos… solo lo que somos

Por Claudia Ávila Vargas.

—¿Me prestas tus tijeras? —preguntó Claudia, frotándose el cuello con una mueca de incomodidad.

—Claro, dime qué necesitas y te ayudo —respondí, mirándola con curiosidad.

Claudia suspiró mientras se frotaba el cuello, moviendo la cabeza de un lado a otro.

—Es que me raspa la etiqueta de la camisa, ¿me ayudas a quitarla con las tijeras?

Tomé las tijeras con cuidado y asentí.

—Por supuesto, pero cuidado con la tela, no quiero tener que repararla después.

Con un suave “clic”, la etiqueta cayó al suelo. Claudia movió el cuello con alivio y sonrió.

—¡Uff! Ahora sí, qué descanso. Así debería ser todo en la vida: sin etiquetas. No entiendo por qué las colocan.

Me reí suavemente y encogí los hombros.

—Bueno, en la ropa sirven para saber cómo lavarla y cuidarla, pero tienes razón. ¿Cuántos de nosotros las leemos? Creería que no muchos.

Claudia se quedó pensativa, jugueteando con la pequeña etiqueta en sus manos. Luego, la dobló entre sus dedos y la soltó lentamente.

—Es curioso… Así como la ropa tiene etiquetas, también se las ponemos a las personas. Las miramos, las escuchamos, las escaneamos como si fuéramos ráfagas de un escáner ambulante. Desde lo poco que sabemos, o lo mucho que creemos saber, les asignamos etiquetas.

Se hizo un breve silencio. Claudia tomó aire profundamente y exhaló despacio, como si quisiera expulsar un peso invisible.

—¿Te imaginas lo que sienten las personas a las que la sociedad ya ha etiquetado con un diagnóstico? Y peor aún, ¿cuando ese diagnóstico se convierte en una sentencia para su vida?

Me quedé callado, reflexionando sobre sus palabras.

—Quédate un momento quieto, en silencio, en medio de la calle —continuó Claudia—. Atrévete a sentir, a escuchar, a mirar a los demás sin prejuicios. No observes el color de su automóvil, la marca de su ropa o las zapatillas que lleva alguien. No preguntes por su condición, no juzgues, no pienses… solo siente la vida.

Hizo una pausa y sonrió. Sus ojos brillaban con una mezcla de certeza y gratitud.

—Cuando te atreves a hacer esto, empiezas a disfrutar de ti mismo. Respiras un aire distinto, más liviano, más libre. El día a día se siente mejor.

Sus ojos recorrieron el espacio como si buscaran un eco de sus pensamientos.

—Yo he aprendido a dar gracias por cada momento en el que me permito caminar como YO, sentirme como YO, sin encasillarme en neurodivergencias ni en expectativas ajenas. He aprendido del otro y de mí misma, de la manera en que somos, sin filtros ni etiquetas.

Soltó una pequeña risa, casi un susurro.

—Agradezco poder respirar un aire distinto, un aire que he construido y transformado en la convivencia con los demás.

Suspiró con dulzura y se abrazó a sí misma por un instante, como si quisiera guardar esa sensación en su corazón.

—Y claro, mi chino, agradezco la vida de mis hijos —dijo con una sonrisa—. Porque son ellos quienes me han transformado con sus silencios, con sus preguntas, con su forma de ver el mundo.

Tomó aire y exhaló con paz, mirando hacia el horizonte.

—Agradezco mi trabajo, mi salud, mi familia… Agradezco TODO. Lo bueno y lo no tan bueno, porque de todo se aprende y de todo se puede transformar el mañana.

Tomó la etiqueta que había caído al suelo y la sostuvo entre sus dedos. Luego, con un gesto significativo, la dejó caer al viento.

—Por último, te pido algo… Cuando camines por la vida, atrévete a ayudarnos a quitar esas etiquetas que limitan y encasillan. Y si alguna vez sientes que alguien lleva una carga injusta, recuerda que siempre puedes llevar contigo unas tijeras invisibles para ayudar a liberarlo. ¿Te parece?

Ilustración hecha por la autora del texto.