Por Liliana Tenorio.
“Alístense desde hoy porque mañana salimos temprano para la montaña”. Era la sentencia que nos daba el maestro cuando nos llevaba en la camioneta roja, rumbo hacia la cordillera occidental al parque Los Farallones de Cali. Nos montábamos en ella: hermanos, amigos y primos emocionados, apiñados y confiados que sería una temporada de vacaciones inigualable. Desde que salíamos hasta que llegábamos era una sola cantata. Empezaba entonando una canción corta, que a fuerza de repetirla nos la aprendíamos y una vez salvado este primer paso, comenzaba el verdadero intríngulis de la función vocal. En algunas partes de la melodía, él hacia la voz segunda y si alguno se perdía de su voz o desafinaba, con toda la paciencia volvía a repetirla despacio hasta que nos sostuviéramos al unísono en la melodía base. Lo mas divertido de este coro primario era el sentido juguetón con el que insistía el maestro, porque nos mantenía en vilo, con la sorpresa de qué seguiría en el avance de cada canción lograda.
Jugábamos a sostenernos en nuestras voces sin perdernos, aunque hiciera trucos más osados con terceras y cuartas, mientras el camino a la montaña subía y bajaba por pasos estrechos y peligrosos en los que se requería la pericia del conductor. El reto mayor eran los cánones, que empezaban con un estribillo común, y luego nos organizaba en diversos grupos para entrar en diferentes tiempos hasta lograr que la melodía sonara perfectamente armónica. Recalcaba cada voz y nos hacía sentir únicos en la melodía. Alimentaba la fogata del coro con el fuego de la voz de cada cual, se esmeraba en combinar la tesitura, la calidez, las frecuencias de las voces sin perder la distancia de quien sabe cuál es el camino a seguir. Al son de varias piezas musicales que se repetían al unísono, se aligeraba el pesado viaje por una carretera sin pavimento, de difícil tránsito y así llegábamos en un santiamén a nuestro destino para empezar las anheladas vacaciones.
Al filo de las tardes, tomaba su tiple entre sus brazos y acariciándolo lo hacía charranguear sacándole los ritmos de bambucos y pasillos, sus favoritos, que se encontraban silenciosos en su caja de resonancia esperando ser tocados para salir a anidarse en nuestros corazones. En las tertulias musicales lo acompañábamos dando nuestros primeros pininos, titubeando con las guitarras de mi hermano y mía para secundarlo y seguirlo en cada paso de sus interpretaciones. Él nos animaba para que nos arriesgáramos a adentrarnos en algunos ritmos como pasillos, porros, cumbias que le hacían vibrar las cuerdas del alma. Nos enseñó a resolver cambios, cuando las voces nos quedaban muy altas o bajas en una canción o a convertir notas en variaciones de segundas o terceras.
Y como el tiempo es inclemente con su andar, se llegó la hora de volvernos grandes, de correr a buscar camino solos. Fue la época de estudiar fuera de casa y la música me abrió sendas para hacer nuevos amigos, nuevos aprendizajes. Allá practiqué otros ritmos, otras formas corales y algunas canciones viejas que las atesoraba, tocándolas con esmero para que al regreso pudiera enseñárselas a mi maestro.
El encuentro siempre se daba la misma tarde de mi llegada. El maestro gustoso de nuestro encuentro sacaba su tiple y me decía:
―¿A ver, qué es lo que tenemos para hoy?
Muy contenta le mostraba la canción que me había aprendido. Primero la tocaba y la cantaba toda, él solo me escuchaba. Luego me seguía en los acordes para acompañar el punteo, después se atrevía a iniciar el ritmo a ver si coincidía con mi opinión y por último empezaba las variaciones que nos entretenían por horas. Discutíamos los acordes, los ritmos, las cadencias y hasta los silencios. Al final quedaba una melodía enriquecida por nuestros jugueteos y cada vez que la tocábamos juntos inventábamos nuevas transformaciones que nos sacaban unas cuantas risas cómplices a coro.
En las tertulias familiares, nos daban su aprobación general por haber logrado un arreglo nuevo para una canción vieja, pero, aunque al escucharla conservaba su esencia, solo nosotros sabíamos todos los cambios que le habíamos hecho hasta llegar a los acuerdos que sonaban armónicos en cada ejecución.
Hoy cuando el ángel de la nostalgia me visita cada día para recordar sus enseñanzas y disfrutar de cada melodía, siento en mí la importancia de haber sido aprendiz de ese gran maestro de vida y de lo afortunada que he sido por haber tenido a ese catalizador del fuego de la música tan dentro: mi padre.
Imagen tomada de LovePik.