Por Gladys Molano Beltrán.
Nací en Bogotá, mi madre se llamaba Laika; cuando ya habíamos cumplido la mayoría de edad, los amos de ella decidieron que no podían mantener tantos cachorros y comenzaron a ofrecernos a sus familiares, vecinos y amigos. Yo quería ir a vivir en una casa donde pudiese acompañar y mejorar el estado de ánimo de una familia, finalmente Gloria, la nuera de nuestra ama, entendió mi mensaje y es así como me llevó a casa de sus abuelos.
Realizaron los preparativos para presentarme en las mejores condiciones: baño, secado, aplicación de perfume para hombre y carné de vacunas. Alistaron una cobija y una pelota para jugar, nos subimos a una buseta de servicio público, tenía un letrero, calle 80. Realizamos el recorrido, cuando llegamos a dicha calle, nos
bajamos; desde este paradero, caminamos tres cuadras, llegamos al frente de una casa que tenía una puerta de madera, golpeamos y nos abrieron, pasamos al segundo piso y fui entregado en manos del abuelito. Yo estaba muy feliz, movía mi colita en señal de agradecimiento, y de repente el abuelito me mandó rodando por el piso, emití un chillido, él dijo:
─Fuera de aquí.
Quedé temblando, no sabía qué hacer; inmediatamente Gloria me alzó consolándome. Nos retiramos de ese lugar y me presentó ante los otros integrantes de mi nueva familia. Sentí gran acogida por parte de ellos, eligieron un nombre para mí, “Puchis”, y comencé mi vida en este lugar.
Con el tiempo fui ganando el afecto del abuelito, regularmente quedábamos solos de lunes a viernes, me fui convirtiendo en su compañía, jugábamos con la pelota, él la lanzaba al piso, yo la recogía y se la entregaba en sus manos. Teníamos como rutina asomarnos a la ventana para ver pasar los aviones, me decía:
─Ven, súbete a mis piernas.
Yo acudía a su llamado inmediatamente.
Un día fue de visita una de las nietas y nos sorprendió hablando. Como él abuelito solo hablaba conmigo, entonces refunfuñó y le dijo:
─Ahora cuéntele a todo el mundo que yo hablo con el perro.
Ella respondió:
─Así lo voy a hacer.
Transcurridos algunos años, el abuelito falleció. A pesar de mi tristeza pensé “He cumplido con mi tarea de acompañamiento, la cual le dio una oportunidad para poder jugar, y demostrar sus habilidades físicas pasando ratos divertidos ayudándolo a superar su depresión y dándole la oportunidad para hablar, ya que, por la trombosis, había perdido el lenguaje”.
Continuando con mi misión, el domingo cambiaba de actividad, salía a correr desde la casa hasta el Parque del Salitre, con Luis, el hijo mayor del abuelito; el primer día me dio instrucciones sobre el cuidado que debía tener cuando se terminaba una cuadra y no fuera atropellado por un carro, ingresábamos al parque e inmediatamente nos dirigíamos a un lago donde me pegaba un chapuzón para refrescarme, pues llegaba muy sudado, le dábamos dos vueltas al parque y regresábamos a casa.
Esta rutina la tuvimos hasta entrada mi edad adulta, no contaba con la misma energía y me convertí en su acompañante para realizar los mandados cerca a la casa. Un día como de costumbre salimos, pero en esta oportunidad nos acompañó una de la hijas de Luis a quien no le agrada mucho. Pasando una cuadra, no miré para lado y lado, entonces venía un carro a toda velocidad y me alcanzó a pegar con sus llantas traseras; afortunadamente solo me causo unas raspaduras, la hija me tomó en sus brazos y me llevó a casa y me prestó los
primeros auxilios. Su actuación me permitió entender que aunque no le agradaban los perros era muy humana y siempre quedé muy agradecido.
Prosiguiendo con mi tarea en esta familia, la esposa de Luis se enfermó, como ya no tenía salidas frecuentes me dediqué a realizar el acompañamiento, todos los días después de mis meriendas me ubicaba al lado de su cama mitigando así su soledad y de alguna forma mejorar su estado de ánimo.
Después de algunos meses de realizar esta actividad la señora falleció, se la llevaron y entré en una gran depresión. Me subía a la cama de ella y aullaba hasta el cansancio, luego me iba a llorar al patio donde tenía mi cama.
Nos quedamos Luis y yo solos, ya no podía subir y bajar escaleras sin tropezarme, además de mis fuerzas disminuidas, perdí los sentidos de la vista, el tacto, el olfato y el oído.
Al final de mis años recibí, de parte de Luis y sus hijos, afecto, caricias, mimos y atención especial, como reconocimiento a mi misión cumplida.