Por Josefina Betancur – Josefincuentosinfin.
Don Marcos se frotó el sudor que había almacenado en el rostro durante su trabajo en la finca la Isabela de la vereda potrerito y llamó despacio a su hija como quien cuenta un cuento con intriga:
─Evangelina, venga pues, mija, yo le hago esa trenza para que se vaya a coger naranjas.
Evangelina se le quedo mirando a los ojos, como diciendo todo, sin decir nada.
─Y esa cara suya, mija, como tan preguntona, ¿o es que no quiere la trenza hoy?, bueno vaya, pues, eche pa’l solar a ver qué historia se va a inventar hoy.
Evangelina tenía la costumbre de fabricarse sus propias historias, uniendo las de su papá y su mamá, a las que ya la tierra y los sembrados le provocaban; salió entonces presurosa hacia la huerta, con su libro “La alegría de leer” bajo el brazo, pues ya la esperaba una jornada de lectura y degustación. Pues se encaramaba diario como un mico en árbol de naranjas y se recostaba cual si estuviera en un sillón a comérselas y a disfrutar del paisaje más próximo: las flores, los sembrados y la hierba fresca. Luego, se dedicaba a leer su libro favorito del momento, hasta que este se caía al piso después de que su dueña quedara privada.
Pero aquel día fue diferente para Evangelina, estando en el árbol, bien encaramada, inició su lectura acostumbrada, pero esta vez la lectura le vino fue de los recuerdos de sus ancestros. Sin darse cuenta estaba en un espacio donde hacia parte de un grupo de personas que iban recogiendo plantas, flores y frutos, que apilaban como lo hacía su papá en canastos, para ser transportados a una carreta conducida por dos bueyes, hasta un mercado cercano. Luego, todos se ponían a bailar al son del tambor que tocaba una señora con un vestido ancho de flores que hacía juego con la decoración que tenía el tambor y las flores del lugar. También llegaban hasta Evangelina los cantos de su padre con la banda chupa cobres del pueblo y su padre vestido todo de blanco, robándose oxígeno para su trompeta para acompañar las fiestas patronales, donde se regaban flores y se feriaban alimentos.
Hasta su cabeza llegaban también los sonidos que su mamá hacía con el pilón, preparando el maíz para hacer la mazamorra, como un llamado a casa, pero Evangelina solo estaba para sus historias, y esta sí que estaba larga y bien robusta, pues ahora, se vio fue en una hamaca mecida por una señora de tez morena que, interpretando cantos alegres, hacía de sanadora de penas y preocupaciones:
─Alacabán, Alacabán, Alacabanbarabán, Amaya, Amaya, Amayasu, Amayasan que en el conejo azul se dormirá y se despertará con su mejor color para sanar el corazón.
Y terminando este canto, Evangelina se fue levantando de ipso facto. Echando mano de su libro y acomodando su cabello, para dirigirse a la quebrada, pero fue interrumpida por la voz de su madre llamándola para almorzar, al llegar a su casa y encontrase con su madre. Se sintió lista para tomar su lápiz y papel y una nueva historia recrear, sobre la vida en el campo en su Medellín y el recuerdo de muchas generaciones mezcladas que le reclamaban, que no las pasara de largo, que las contara o, al menos, que las pusiera en la mente de un niño o un joven para que nunca fueran olvidadas.