Por: Raquel Casallas.
Ya eran varias las noches que se escuchaban música y cantos tenebrosos en el cerro del Quininí. El miedo se había apoderado de los habitantes de Cumaca. Hacía muchos años que nada extraordinario sucedía en un pueblo tan tranquilo. Los rumores y comentarios no paraban entre los vecinos que se reunían en la tienda de don Federico.
—Buenos días, don Feder —entró diciendo Carlota—. Véndame dos tabacos, una caja de fósforos y cuatro velas blancas de parafina.
Los hombres la miraban de reojo, las mujeres se persignaban y los niños que jugaban en la calle corrían despavoridos a esconderse en sus casas, y desde sus ventanas, la observaban con curiosidad.
—Ahí va la bruja —decían. Cuando tenían oportunidad, le lanzaban piedras y le echaban los perros para que la persiguieran. Pero ella, muy tranquila, los espantaba y no se dejaba alcanzar…
Carlota, era una mujer de mediana edad, alta y corpulenta. Con facciones un poco bruscas, tez trigueña, cabello largo y negro como el azabache, que llevaba casi siempre recogido en una hermosa trenza. Usaba faldas largas con estampados de flores grandes y vistosas, y un pañolón negro que le cubría los brazos y el cuello, y calzaba cotizas, al estilo de las antiguas campesinas de la región. Ella misma confeccionaba su ropa, cosía a mano y tejía en un telar manual
Vivía en una casa de bareque, con piso en tierra y techo de paja, cerca al rio Pagûey. Tenía su propia cementera en la que cultivaba hortalizas y todo tipo de plantas medicinales y aromáticas, que conocía a la perfección. Preparaba sus alimentos y pócimas en ollas de barro sobre un fogón de leña, que revolvía con enormes cucharas de palo. Comía en un plato esmaltado y tomaba café negro en un pocillo del mismo material. Eran varios los animales que la acompañaban: un gato negro, un cuervo, una lechuza, muchos sapos, ranas, lagartijas, dos conejos y un hermoso búho que dormía en el tronco de un ocobo de flores blancas, que se levantaba imponente en su solar.
Sabía leer y escribir, y componía preciosos poemas dedicados a la naturaleza, especialmente a la luna. De sus padres había heredado un libro de botánica que estudiaba todos los días. Allí había aprendido a preparar brebajes y pócimas con las que trataba algunas enfermedades menores de quien viniera a consultarla. También hacía las veces de partera y curaba el mal de ojo. A pesar de vivir aislada y del recelo que inspiraba en los vecinos, muchos escondidas iban a verla.
Solo tenía dos amigas con las que compartía algunas aficiones, intereses y gustos: Lucrecia, que vivía en Tibacuy y Dolores, en Viotá. Se reunían en ciertas épocas del año. Subían al cerro del Quininí y allí se encontraban con más mujeres de las veredas aledañas e intercambian saberes ancestrales. Luego se internaban en el bosque de los robles un lugar maravilloso en donde se sentaban a escuchar los ruidos del viento y el canto de los pájaros. Terminaban su recorrido en la cueva indio, un lugar mágico en donde la oscuridad y el aleteo de los murciélagos acompañaban sus cantos y danzas hasta el amanecer.
—¿Qué harán esas mujeres allá arriba? —se preguntaban los campesinos que las veían bajar alegres por los caminos bordeados de cafetales al día siguiente.
Doña Eduvina, la modista que vivía a la entrada del pueblo, las observaba por una rendija de su ventana y no perdía la oportunidad para murmurar con sus clientas
—¡Cómo le parece que la bruja y sus amigas bajaron muy alegres! ¡Dizque invocan al demonio y bailan a su alrededor!
—No diga, doña Eduvina… Lo que siempre hemos sospechado —respondía alguna de sus clientas, mientras se probaba una blusa o un vestido…
—Ella sabe curar el mal de ojo de los niños y el otro día me dio un bebedizo para el dolor de barriga. Cultiva plantas raras y prepara bebedizos, dicen que compone poemas a la luna y danza muy bien, —intentó defenderla doña Margarita
—Dicen que vive sola y no va a misa, y que en lugar de la Biblia, lee libros raros y prohibidos, seguramente para aprender a hacer maleficios. Quien sabe a qué se sube al cerro con sus amigas. —comentaba doña Clemencia, abriendo los ojos como platos y manoteando en el aire.
—El otro día yo vi algo que venía volando y se paró en aquel árbol —afirmó doña Eduvina
—Yo también vi como un cuervo grande que se paró en la rama de la ceiba que está al otro lado del pueblo, parece que llevaba a un niño pequeño —afirmó doña Lucinda.
—Era Carlota, estoy segura —afirmó Eduvina
A los oídos del padre Aurelio llegaban estos y otros chismes, tanto que en las homilías no dejaba de predicar acerca de las buenas costumbres, el respeto por la lectura de los libros de la Iglesia y la prohibición de todo lo que fuera en contra de los principios de la fe católica. Fueron tanto los rumores que tomó la decisión de convocar a todos los feligreses para hacer una romería al cerro del Quininí. En hombros llevaban al Santo Cristo y por todo el camino regaron agua bendita. Entraron a la cueva rezando el Santo Rosario para espantar del todo a los “Malos Espíritus”.
Algunos habitantes habían decidido no subir al cerro a participar de la ceremonia católica. Mientras esta sucedía, se armaron de palos, piedras y antorchas y se fueron a buscar a Carlota a su casa en la vereda ¨El Cafetal¨. Pero al llegar allí, lo único que vieron en medio de la oscuridad fue una lechuza que salió volando y atravesó el muro y se dirigió hacia el Quininí.
Nunca más se supo de Carlota
Cuentan que la casa desapareció y que una vez al año se siguen escuchando cantos y risas en la cima del cerro. Carlota y sus amigas danzan formando un círculo y terminan al amanecer.