Por Patricia Cáceres.
Cuando llegaron a contarme de tu accidente, salí corriendo. Por mi cabeza únicamente pasaba una idea: “Dios, que esté vivo… Dios, que esté vivo”.
Mi mente repasó nuestra historia de amor. Yo una niña tímida, sobreprotegida, nunca había tenido un novio en mis 24 años. Tú, un hombre de 26, simpático, trabajador, independiente desde niño, coqueto y conocedor de tu encanto. Para mí solo fue verte para quedar en las nubes. Se despertaron en mí todas las emociones, por mi cuerpo sentí un estremecimiento desde la punta de mis pies hasta el último milímetro de piel.
Al ser tan sobreprotegida únicamente conocía del amor por las películas y novelas; las descripciones de los besos, las caricias y la sensualidad que no había vivido. En las escenas de amor físico sentía corrientazos en mi piel, en mis labios y en mi sexo.
Nuestro amor fue amor cómplice, pasional, fuiste mi maestro y descubridor. Entre besos, caricias, humedades y aromas se fue despertando en mí la mujer con deseos y un amor profundo. Yo sabía, desde la primera vez y a pesar de mi incomodidad y timidez, que eras el amor de mi vida y que nunca jamás estaría con otro hombre.
Esa tarde, la tarde de mi primera vez, en tu cama destartalada me hiciste llegar a un nivel como mujer que no había sino soñado. Fuiste suave cuando debías serlo, entre besos y caricias me llevabas como se guía una cometa en el viento. Me soltabas cuerda suave y libremente para que pudiera volar, y si peligraba que escapara en los momentos de felicidad, frenabas y acortabas el hilo para volverme a ti, volver a tus brazos y quedarme extasiada pegada a tu cuerpo.
Pero ahora venían a decirme que habías caído desde el techo de la fábrica; tres pisos de una vieja construcción, todo porque en tu afán de ayudar a tus compañeros de trabajo, te habías encaramado a bajar un balón para que ellos pudieran seguir jugando su partido de fútbol vespertino.
Estás en cirugía, con un pronóstico más que desfavorable. Deben hacerte no sé cuántos procedimientos, estás en coma, vendado, amoratado y con raspaduras por todo el cuerpo. Te rasuraron el cabello, esa melena ondulada con la que habías dejado de pelear luego de que nacieran nuestros hijos y sintieran fascinación por esos gajos de pelo que les hacían cosquillas y babeaban con amor.
Yo no puedo, no quiero irme de tu lado. Tengo tu mano en las mías, estás tibio pero siento que ya no estás en este mundo. El cirujano y el neurólogo quieren hablar conmigo:
―Señora Gabriela, no vamos a mentirle ―¡Qué introducción!, siento que van a decirme que estás ya muerto, que debo autorizar que te desconecten el respirador―. Su esposo no volverá a caminar…
Ya no oigo nada, mueven los labios pero no entiendo, los sonidos no llegan a mis oídos y caigo al piso.
No estoy segura de si mi desmayo fue por felicidad, creo que sí. El saber que seguirás conmigo me devolvió el alma, la vida.
Has pasado casi nueve meses en el hospital, muchas cirugías y terapias dolorosas, pero por fin te tengo en casa y te sigo amando.
Me siento egoísta, sé que no amaré a ningún otro hombre, pero quiero que me abraces, me beses, me des la felicidad de nuestros cuerpos unidos en uno solo, pero ahora no tienes movilidad de la cintura para abajo. No fui capaz de preguntarle a los médicos si toda esa parte de tu cuerpo no funcionaría ya, si no volveríamos a tener sexo y a amarnos como me habías enseñado.
Después de un par de semanas de estar en casa me has dicho directamente:
―¿Bella, tú crees que podemos amarnos como nos gusta?
Que torpe soy, me eché a llorar. Yo pensando en mi placer sin contemplar tu dolor, tu impotencia ante tu nueva situación.
Decidí hablar con tus médicos, ellos me enviaron con una sexóloga. Estaba decidida a hacerte feliz, no podía ser que con tanto amor entre nosotros, no pudiéramos demostrárnoslo.
Bueno, la doctora me dio muchos consejos, ideas, truquitos. Y aquí estoy, preparada para nuestra nueva historia de amor. La vida nos ha demostrado, que el amor y el placer van muy bien de la mano, y a nosotros nos sobra amor.
Fuiste mi maestro, mi guía en el camino del placer, ahora voy a ser yo quien guie. Contigo entendí que la sexualidad no se limita a la penetración. No. Un buen sexo abarca sentimientos, actitudes y, sobre todo, generosidad. Nos amamos y eso basta.
La niña tímida que conociste ya no existe, me siento más mujer que nunca, te desnudo, te abrazo, te beso, te acaricio. De nuevo es nuestra primera vez; la vida desde aquí y hasta la muerte, siempre será una primera vez.
Foto aportada por la autora