Cárceles invisibles: prisioneros de nosotros mismos

Por Yadira Cristancho

Era una tarde gris, de las que se viven en estos días en Bogotá, En la calle la gente corría cuando aparecieron los amagos de lluvia. Sin embargo Adrián caminaba lentamente por las calles de la ciudad, con las manos metidas en los bolsillos y la mirada perdida en el asfalto. El bullicio de la gente a su alrededor era solo un murmullo distante. Para él, el mundo había dejado de girar desde hacía semanas. Desde que Ana, su amor de años, se fue. ¿Acaso se llevó la llave de su corazón o de su libertad?

Llegó a casa muy apesadumbrado y con el único anhelo de llegar a su habitación, su refugio.

La casa se sentía más pequeña cada día. Las paredes parecían acercarse y el techo, bajar un poco más. No era la falta de espacio; era la prisión que había construido en su mente. Desde que Ana se fue, algo dentro de él había quedado atrapado en esos últimos instantes juntos.

Pasaron días en los que la pregunta de su madre y la respuesta era la misma.

—¿Vas a salir hoy? —preguntaba su madre desde la puerta de su habitación.

—No, no tengo ganas —respondía siempre Adrián, encogiendo los hombros.

Sus padres preocupados intentaban sacarlo de su habitación, buscaron compañeros de la universidad para que visitaran a su hijo. Pero en ocasiones él no los recibía.

Una tarde Carlos su mejor amigo logró convencerlo de salir al parque.

—No puedo seguir así —le dijo a su amigo Carlos, sentado en un banco del parque.

—Pues sal de ahí. Nadie te está reteniendo.

Adrián lo miró con ojos cansados.

—Eso es lo peor… Que soy yo mismo.

Pero el cambio llegó de la manera más inesperada. Una mañana, mientras rebuscaba en el viejo cajón de su escritorio, encontró un cuaderno que Ana le había regalado. En sus páginas había anotado pequeños pensamientos, dibujos y recuerdos compartidos. En la última hoja, una frase destacaba con tinta azul:

“No dejes que el dolor sea más grande que tus ganas de vivir”.

Adrián se sentó en el suelo, con el cuaderno entre las manos. Las lágrimas llegaron sin avisar, pero esta vez no eran de tristeza. Era una mezcla de nostalgia y algo más… esperanza. Por primera vez en mucho tiempo, sintió que no estaba solo en su dolor. Ana había partido, pero el amor y los recuerdos permanecían.

Mientras tanto, en otro lugar de la ciudad, Lucía miraba por la ventana de su habitación del hospital. Los días se habían convertido en una sucesión de pruebas médicas y visitas de rutina. Tenía libertad de movimiento, pero cada paso se sentía pesado.

—Es solo por un tiempo, hija —le decía su madre, intentando sonreír.

—Pero ¿cómo puedo sentirme libre si dependo de una orden médica para salir de aquí?

Sus ojos se llenaban de lágrimas. El dolor no era solo físico; era la impotencia de ver cómo el mundo seguía sin ella.

—Lo sé, mi vida, pero no estás sola. Estoy aquí contigo.

Lucía suspiró y bajó la mirada. En ese momento, la puerta se abrió y entró Clara, una paciente de su misma edad.

—Ey, Lucía. Están haciendo un taller de pintura en la sala común. ¿Te animas?

Lucía dudó por un instante.

—No sé… no creo que sea buena pintando.

—No se trata de ser buena —intervino su madre con una sonrisa—, se trata de disfrutar el momento.

Lucía miró a su madre y luego a Clara. Por primera vez en días, una pequeña sonrisa se dibujó en su rostro.

—Vale… Vamos.

En otro punto de la ciudad, Javier marcaba los días en la pared de su celda. No era la primera vez que estaba allí, pero esta vez se sentía diferente. No era el encierro físico lo que más le pesaba, sino la distancia con sus seres queridos. Miró sus manos callosas y suspiró.

—¿Cómo llegué a esto? —se preguntó en voz baja—. ¿En qué momento dejé de ser yo?

Los recuerdos lo golpeaban con fuerza: la noche del arresto, las lágrimas de su esposa, la voz de su hija preguntando por qué no volvía a casa. Cerró los ojos y apretó los puños.

—No puedo seguir así —murmuró—. No quiero que mi hija recuerde a su padre solo por sus errores.

El eco de sus propias palabras le dio un escalofrío. Sabía que no podía cambiar el pasado, pero aún le quedaba tiempo para escribir un nuevo final. Se sentó en su cama y tomó papel y bolígrafo. Cada palabra que escribía era un pedazo de sí mismo, un intento de reconciliarse con lo que fue y con lo que aún podía ser.

—Papá, ¿cuándo vas a volver a casa? —le había preguntado su hija en la última visita.

—Pronto, mi vida. Muy pronto —respondió entonces. Pero ahora sabía que no era suficiente.

—Volveré mejor —susurró para sí—. Lo prometo.

Cada uno de ellos vivía en su propia cárcel invisible. Adrián, atrapado en su dolor; Lucía, limitada por su enfermedad; y Javier, encadenado a sus errores. No había barrotes de acero, pero las rejas eran igual de impenetrables.

Sin embargo, en medio de esa oscuridad, también había momentos de luz. Una risa inesperada, una conversación honesta, una mano que te recuerda que no estás solo.

Adrián cerró el cuaderno y respiró hondo. Tomó su chaqueta y salió de casa. El sol de la mañana le golpeó el rostro y, por primera vez en semanas, no bajó la mirada.

—Quizá no se trata de olvidar —murmuró—, sino de aprender a seguir adelante.

Lucía, por su parte, descubrió que no estaba tan sola como pensaba. En el hospital, compartió risas con otros pacientes y, por primera vez en mucho tiempo, se sintió parte de algo.

Y Javier, sentado en su celda, guardó la carta con cuidado. No era una carta de disculpa, sino de esperanza. Sabía que no podía cambiar el pasado, pero aún tenía tiempo para construir un mejor futuro.

Las cárceles invisibles son las más difíciles de ver y de escapar, porque muchas veces somos nosotros mismos quienes mantenemos cerradas las puertas. La libertad, en última instancia, no siempre está en lo físico; está en nuestra capacidad para trascender el dolor, el miedo y la incertidumbre, y encontrar sentido en lo que somos y en lo que podemos llegar a ser.