BRAMANTE.

Rosemary León Buitrago.

Fue una frenada en seco.  De la nada había aparecido corriendo frente a su camión sin darle tiempo de respuesta. El latigazo en su cuello irradiado a los brazos mientras el pulso galopaba, crearon una atmósfera que neutralizó en su mente los gritos de todos los que habían colmado la vía apuntándole.  Comprendió que había alguien herido sin que pudiera ver de quién se trataba.

Haciendo acopio de valor descendió con sus brazos en remo apartándolos.  Se trataba de una joven de cabello rojizo, lazo atravesado, minifalda, rodillas laceradas, sentada sobre el pavimento. ¿Está bien? -preguntó sin obtener respuesta.  Ya llegaba la ambulancia y se apresuraban a ponerla sobre la camilla. ¡No siento las piernas ni puedo moverlas!

Paralizado del susto, abrió la boca para la prueba de alcoholemia mientras se alejaba la sirena. ¿A dónde la llevan? De reojo vio el croquis, las medidas sobre las grietas que los frenos habían dejado sobre el polvo de la calle. Finalmente la grúa desde la que colgaba la cabeza del vehículo macerando las teselas multicolores con los que había atravesado medio país para su entrega en el nuevo templo. Por ahora sería llegar a casa y averiguar a dónde la habían llevado.

En el centro hospitalario la joven se negó a hablarle. Supo que seguía sin poder mover las piernas. Que aparte de las laceraciones en las rótulas ninguna contusión ni hueso roto hablaban de lo sucedido. La película se repetía en su mente una y otra vez. Ningún sonido antes de detener el vehículo. ¿Cómo había terminado sentada y no tirada sobre el enlosado?

Ese jueves, terminó la espera. Citado al juzgado penal municipal acusado de lesiones personales. Sus mosaicos rotos lo mismo que la columna y piernas de la joven. Desgranadas las evidencias, no había ninguna de golpe contra el camión. Una distancia confirmada de 1 metro diez centímetros entre la punta del zapato de la herida y el cuerpo del vehículo. Documentos médicos sobre falta de sensibilidad e incapacidad de moverse a pesar de la terapia de un mes.

La joven no respondió sobre la razón para haber salido en embestida contra el camión en movimiento ni qué había sucedido minutos antes. Hablaba del calor, de las nubes que amenazaban con la lluvia ese día, de la angustia que la consumió al ver el vehículo que la había atropellado del cual recordaba tenía marcada la palabra Talavera. Tampoco explicó la forma y momento en que se había lacerado las choquezuelas ya que no fue encontrada apoyada sobre las mismas.

Con más preguntas que respuestas, el juez se tomó varios días para considerar nuevas pruebas y evaluar la salud mental de la joven que no había demandado indemnización alguna.  Al miércoles siguiente pidió la simulación del accidente en el lugar de los hechos, con un perito vial, el conductor y la víctima.

Se usó un dron para la fotogrametría. Se adelantó la reconstrucción virtual para obtener finalmente un informe en 3D. La conclusión fue diáfana: no había existido preimpacto, ​impacto ni postimpacto.  Única evidencia: la abasia de la paciente la cual a la fecha continuaba sin cambio.  

Súbitamente, alguien apareció en la escena con un aviso enorme con la palabra Talavera interponiéndose entre el vehículo detenido y la joven. Sus ojos se llenaron de lágrimas. ¿Qué pasa? preguntó el juez. A la hora del accidente supe luego, -dijo ella- que se desplomaba un puente romano a 9.000 km de distancia en Talavera, España a causa de la crecida del río Tajo. Yo sentí mi propia alma hecha trizas y caí sentada.