BOLA DE PELOS

Por Carlos González Díaz .

No fue un médico, ni un amigo, ni siquiera el amor perdido de Eva, sino una gata empapada quien me devolvió la vida.

Llovía a cántaros; el cielo vertía su desolación sobre mi ventana en ese tercer piso sin ascensor. Era octubre, no recuerdo el año exacto, pero sí la persistencia de esa humedad que se colaba en el alma. En mi cabeza, lo único claro era que Eva no vendría. Tres años de risas y sueños habían colapsado en una frase simple y quirúrgica: «Ya no te amo». El mundo no solo se me había caído encima; se había desintegrado. Ahogado en el alcohol y en esa desesperación tan particular del hombre abandonado, la llamé. Supliqué. La volví a escuchar gritar: «¡No entiendes! ¡Ya no te amo!». Regresó, sí, pero solo para empacar sus cosas. Cuando llegó, yo ya había caído en el abismo de mi decisión. Fue un evento oscuro del que no me gusta dar detalles, un «intento de autolisis», como lo etiquetaron después los médicos. La obligó a llamar a emergencias y, según el veredicto clínico, ella me salvó la vida. La crisis, sin embargo, se volvió un eco constante en nuestra despedida.

Tras la tormenta de ese primer intento fallido, otra tarde de lluvia implacable, el timbre sonó. Me asomé al ojo mágico y solo vi el reflejo distorsionado del pasillo. Nadie. Pero un maullido lastimero me detuvo. En el rincón más oscuro, acurrucada, había una gata empapada que me miraba con una súplica que entendí perfectamente. Siempre he sentido una resistencia irracional hacia los gatos. Mis padres, muy supersticiosos, los consideraban heraldos de la desgracia. Abrir la puerta a ese animal era invitar a más infortunio, pero algo en su miseria se parecía demasiado a la mía. La dejé entrar, con la vaga, hipócrita intención de deshacerme de ella al día siguiente. No era un rescate; era un aplazamiento de la fatalidad.

Hoy, si me preguntan qué es la vida, respondería que es esa terca bola de pelos que se niega a ser desechada.

Al despertar, a la mañana siguiente, me arrepentí de mi acto de compasión. Cumpliendo mi intención inicial, la metí en un talego. Sí, un talego. La abandoné en un lote baldío, cerca de donde decían que se juntaba la mala suerte. Pensé que con eso había zanjado el asunto, pero esa noche, ella apareció de nuevo, agazapada en la oscuridad de mi entrada. Sus ojos brillaban como luceros. Sentí un escalofrío que no era solo por la humedad.

Durante días la ignoré. Ella captó mi rechazo con una inteligencia inquietante: me lanzaba arañazos al pasar y mostraba los dientes cuando me acercaba. Se subía a la mesa, donde se sentaba como una esfinge enigmática. Sus ojos amarillos me escudriñaban, y juro que sentía que me leía el alma. Lo más perturbador era mi propia convicción: la gata entendía mi dolor. Ella era un testigo mudo de mi derrumbe. La llamé Simona, un nombre simple y familiar, como la gata que tuvo mi hermana.

Un tiempo después, aún atrapado en ese ciclo tóxico de pensamientos, volví a llamar a Eva. Le anuncié que estaba a punto de rendirme, lo cual, me temo, se había convertido en mi último recurso para aferrarme a su atención. Ella intentó detenerme, pero colgué. Me encontró en un estado crítico y la historia se repitió con la misma amarga frialdad: otra emergencia, otra recuperación hospitalaria por intoxicación.

En el hospital, frente al médico, Eva fue clara y cortante: no volvería. Me asistió durante la recuperación con la distancia de quien cumple una obligación… Yo sentía que me estaba dando las últimas migas de su amor. Luego me devolvió las llaves y se fue para siempre. El médico, que supongo ha visto mil casos como el mío, me sugirió escribir lo que sentía. «Un diario», dijo, «para dar forma a los fantasmas».

Regresé a casa y dejé de abrir las cortinas. El café se enfriaba intacto cada mañana. Simona me miraba desde el sofá, quieta, un testigo mudo que entendía que algo se había roto en mí de forma irreparable. Supuse que era su manera felina de saludar, pero sentí que, en realidad, era un primer intento de remendarme. Intrigado por esa terapeuta peluda y silenciosa, empecé a investigar en mi viejo laptop. No sabía nada de gatos. Leí sobre su capacidad para absorber energías y su llegada misteriosa a las vidas de las personas. Mi mente divagó hacia el antiguo Nilo, hacia esos templos donde los gatos eran venerados, símbolos vivientes de la protección divina. Fue entonces cuando mi hipótesis se volvió una certeza incómoda, tan sólida como el granito de la encimera de mi cocina: tal vez Simona no había llegado solo por la lluvia. Estaba allí para protegerme de mí mismo, como un amuleto olvidado traído por el diluvio que caía. Decidí dejar de luchar contra ella. Para mi sorpresa, la gata pareció captar mi nueva energía. Empecé a amarla. En casa, Simona me rozaba con la cola, danzaba, maullaba. La tomaba en brazos, la acariciaba y caminaba con ella por los rincones donde fui feliz con Eva, despojándome del fantasma del recuerdo. Cuando me invadían de nuevo los pensamientos oscuros, le daba un abrazo gatuno y sentía cómo se disipaban.

Le compré cama, comida, arenero, rascador. La desparasité y la vacuné. Simona me seguía a todas partes, al baño, a la cocina. En el cuarto, apoyaba su cabeza en mi regazo y ronroneaba con esa vibración que se siente hasta en los huesos. Mi amiga peluda, silenciosa y terca, me estaba cambiando la vida. Hubo unos días en que no la vi. Extrañaba que antes del amanecer se apoyaba sobre la mesa de noche para mirarme, como mi despertador, solo que no sonaba, simplemente estaba. Su ausencia era un vacío notorio. No la busqué, esperando que fuera una escapada pasajera, pero desesperé por su falta. Simona se había convertido en una presencia constante, un ancla no negociable en mi nueva realidad.

A medida que pasaban los días, noté que su vientre se hinchaba. Yo, que solo era un neófito en el mundo felino, descubrí con asombro que mi gata solitaria iba a ser madre. A los dos meses, desapareció por ocho días. Regresó sola, con la misma serenidad desafiante de la noche de la lluvia.

—Buenas noches, señora Simona —le dije bromeando al verla entrar—, siga, está en su casa.

Recorrió la sala con esa pose de quien ha regresado de un viaje crucial. Su vientre abultado había desaparecido, pero algo, lo supe de inmediato, no estaba bien. Las horas de juego se transformaron en siestas prolongadas y unos maullidos nocturnos, desgarradores. Sus orejas, que antes estaban firmes, se veían vencidas, y sus ojos, derrotados. Mereció toda mi atención, la que Eva no quiso darme.

El veterinario confirmó lo que yo ya intuía: era una gata adulta, había tenido gatitos y ahora cargaba con un tumor del tamaño de una pelota de ping-pong. Su muerte era inminente. Me ofrecieron dormirla, una eutanasia que pondría fin a su sufrimiento, pero me negué. No podía permitirme tomar otra decisión de vida o muerte por cobardía. La llevé a casa y le di paliativos. Aún enferma, se escapaba uno o dos días y volvía, cumpliendo con misteriosos asuntos pendientes en el mundo exterior. Yo la cuidé como se cuida a quien se ama de verdad. Toda mi atención se dirigió a ella. Su mirada penetrante solo me abandonaba cuando sus ojos enfermos se cerraban.

Un día cualquiera, Simona apareció con dos gatitos diminutos, fieles copias de ella. Me miró buscando, estoy seguro, mi aprobación tácita

—Está bien —dije con un nudo en la garganta—, se pueden quedar. Yo los cuidaré.

Ella no avanzó hasta verificar la sinceridad de mis palabras. Luego, con una lentitud ceremonial, llevó a sus mininos uno a uno hasta mi cama. Se echó a mi lado y posó sus ojos en mí. Me permitió acercarme, verificar su sexo. Les puse nombre: Manchas y Tigresa.

Unos días después, al amanecer, Simona estaba a mi lado. Se había subido a la cama, sigilosa, como siempre. No respiraba. Su cuerpo rígido, ahora una paca de algodón fría, estaba enroscado, mirándome. Intenté moverla, pero no se inmutó. Me atreví a pensar que verme a mí, su protector, fue lo último que vieron sus ojos almendrados. Jamás pensé que este día llegaría. Tuve la absurda creencia de que, aun después de muerta, me vigilaría. Acerqué mi cara a sus ojos y me vi reflejado en ellos. Consideré que aún me escuchaba. Con voz trémula, musité palabras de gratitud. Acaricié su espeso pelaje y le agradecí por su compañía, por haber llegado a mi vida, por haberme escogido. Sentí su mirada tierna, recordándome la promesa que le hice en vida. No sabía de qué me protegía, pero me sentí definitivamente protegido. No fui yo quien la rescató aquella noche de lluvia. Fue ella quien me devolvió la vida, quien me detuvo en el camino de los malos pensamientos. Algo había cambiado en mí. Había aceptado el abandono de Eva. Mi corazón, deshecho, pero no roto, quería darse otra oportunidad. Además, había comenzado a escribir, tal como lo sugirió el médico, en un intento por dar forma a mis pensamientos.

Le hice un entierro digno que logró humedecer mis ojos. Su partida produjo un dolor nuevo, encapsulado en alguna parte de mi ser. Y con ella, se fueron mis miedos más profundos. Extrañaba sus jornadas de acicalamiento, su compañía en la cama, sus maullidos. Simona, la gata que llegó en medio de la tormenta, se había convertido en mi refugio. Y, en su despedida, me dejó dos vidas nuevas que me obligaban, irrevocablemente, a seguir adelante.

De repente, un día, y desde ese día, todos los días, al amanecer y a la misma hora, antes de despertarme, cuatro ojitos amarillos, como centellas, solían estar clavados sobre mí. Estaban sentados, con sus patas delanteras apoyadas sobre la mesa de noche. Eran como mi despertador, solo que no sonaba.