El temor en la adversidad

Me encontraba trabajando en el colegio nacionalizado José Benigno Perilla de Somondoco (Boyacá) y, al mismo tiempo, estaba estudiando, en la Universidad de Santo Tomás de Aquino, la carrera de Educación Filosofía y Letras.

Ya había pasado todas las materias, pero me faltaba el examen de madurez. Recibí un marconi para asistir a este examen el lunes siguiente. Le tenía mucho miedo a este examen, que duraba dos horas y media. Los profesores y los autores de los libros eran los examinadores.

Le pedí permiso al señor rector para no trabajar el lunes siguiente, el cual fue concedido bajo muchas recomendaciones y amenazas. Emma, la secretaria del colegio, se ofreció muy amablemente para acompañarme.

Viajamos a Bogotá el domingo por la tarde y, el lunes, tomamos un taxi hacia la universidad. El taxista me vio tan nerviosa y preguntó: “¿Por qué está tan Asustada?”. Yo le contesté que porque iba a presentar el último examen para poder adquirir el título del cual dependerían muchas cosas para mi futuro. “¿Y de qué es el examen?”, preguntó el señor. Emma le dijo: “De filosofía”. El señor, volviendo hacia nosotras, replicó: “Uy…… para qué estudian eso? Yo no he visto en ninguna tienda ni supermercado que diga: se vende o se compra filosofía. Deberían estudiar algo que deje ganancias”.

Por fin se llegó la hora. El examen fue largo, pero me sentí muy contenta, porque sabía muy bien lo que me preguntaron. Al final, se me dijo que había pasado el examen con honores, me felicitaron y me sentí muy contenta, pero la felicidad siempre es muy corta.

Teníamos que viajar esa tarde a Somondoco para estar en el trabajo como lo dijo el señor rector. Tomamos el bus de los libertadores que entraba a Somondoco, por el ramal del Salitre, y luego seguía hacia Garagoa. El ayudante, un muchacho muy joven, preguntó para cobrarnos: “¿Para dónde van?”; “Para Somondoco”: le contestamos. Entonces, el chofer dijo. “No podemos entrar a Somondoco, porque el río se creció y se llevó el puente del Salitre”. “Oh, Dios, ¿y ahora qué vamos a hacer?”, dijimos. Uno de los pasajeros dijo: “Más arriba hay un puente viejo, que ya casi no se usa, es peligroso es hecho de bejucos y varas. No se arriesguen, es mejor que se queden en Garagoa”. Recordamos las amenazas del rector y decidimos bajarnos ahí. El chofer replicó: “Ya es muy noche, pero voy a atravesar el bus para poder alumbrarles hasta el puente”, y ordenó al ayudante ayudarnos a pasarlo.

El río bramaba como un León enfurecido, me cogí del brazo del ayudante, pero sentí que temblaba mucho pues estaba más asustado que yo. Me arriesgué primero, las tablas estaban mojadas y eran movedizas. Miré muy bien y empecé a pasar despacio, pero en la mitad, cuando el puente empezó a moverse, aceleré el paso y no sé cómo llegué al otro lado. Al final no podía moverme. Emma pasó gateando y sus gritos se confundían con el ruido estruendoso del río.

 Ya en el otro lado, me pareció haber entrado a la jungla, recuerdo que nos sentamos en una piedra grande. Cuando el bus se fue quedamos en total oscuridad. No veía absolutamente nada y empecé a llorar, Emma era de Somondoco y conocía el lugar mejor que yo y me dijo: “Tranquila, yo sé que por aquí hay una quebrada que baja de Somondoco y por ahí nos podemos guiar hasta llegar a la carretera”. Yo oraba con todo mi corazón, recordaba las oraciones de mi madre cuando había temblores: “Santo Dios, Santo fuerte, Santo inmortal, líbranos, señor de todo mal, confío en ti señor, no debo tener miedo…”. En la Biblia dice no debemos permitir el miedo ni el temor, pero la angustia hacía latir mi corazón al compás del ruido desafiante del río, no podía escuchar los gritos de Emma me parecía que también estaba orando. A mi mente llegaban frases como: “Hay luz en la oscuridad, vislumbres de esperanza; Dios nos protege”. Hasta hacía poesías en mi mente: 

esta oscuridad me aterra 

esta oscuridad me causa espanto, 

pero Dios cobija el misterio de la tierra 

con el misterio augusto de su manto.

Emma tenía zapatos blancos brillantes de tacón y yo me podía orientar, sabía dónde debía poner los pies. Por fin encontramos la quebrada y desafiando las piedras empezamos camino arriba por entre el agua. Ya había una esperanza: saldríamos a la carretera cerca del pueblo. Caminamos y caminamos con mi maletín lleno de libros. Subiendo la cuesta, nos salieron unos perros; no los podíamos ver, pero estaban furiosos acercándose a nosotras, cogí una piedra grande y cuando sentí que estaban muy cerca les tiré con fuerza y un perro empezó a chillar de dolor. De pronto se apareció una luz con la cual pudimos ver que allá había una casita. Emma gritó: “¿Hay alguien por ahí? ¿Nos pueden ayudar? ¿Pueden prestarnos una vela o una linterna?”. La luz se acercaba más hacia nosotras y vislumbramos el cañón de una escopeta apuntándonos. Pero no vimos a nadie Emma gritó. “No nos maten, por favor, somos profesoras del colegio. Es que estamos perdidas, ¿nos pueden ayudar?”. Después de un profundo silencio se apagó la luz, los perros dejaron de ladrar y tuvimos que seguir subiendo. De pronto se le rompieron los tacones a Emma y, por las puntillas, no pudo caminar más con ellos y tuvo que seguir descalza. En esos, momentos empezó una fuerte lluvia y el agua empapó totalmente nuestra ropa y los libros que llevábamos en el maletín esto nos hacía más arduo el camino. Mis zapatos se despegaron, pero los pude amarrar con la cinta que llevaba en el pelo.

Los gallos y los pájaros empezaron a cantar, ya era de madrugada. Pudimos observar la aurora, un poquito de claridad y llegamos a la carretera. Respiramos hondo. Llegó a nosotros la esperanza y seguimos caminando bajo la lluvia y, por fin, llegamos a la casa.

Nos bañamos, nos cambiamos y, sin desayunarnos, nos dirigimos al colegio. Allí en la puerta estaba el señor rector muy arrogante y sin contestarnos el saludo mirando su reloj nos dijo: “5 minutos tarde”.

Pensé en la ignominia de los líderes, gobernantes, politiqueros y rectores que no les importa arriesgar la vida de sus súbditos. Son orgullosos e indolentes se convierten en seres inhumanos.

Personalmente pienso qué más qué leyes, decretos, órdenes, reglamentos y sanciones, somos seres humanos que tenemos derecho a la vida, necesitamos del diálogo, el respeto mutuo, un poco de tolerancia y, principalmente, justicia ante la insolencia de quienes dirigen nuestro destino.