Algún día dormiré

Por Aura Encinales Ardila.

—Si esta va a ser tu última noche, quiero pasarla a tu lado… — susurró Eva, poniendo suavemente su mano en la cabeza de Luna.

Había sido un día para el olvido. La cita urgente en el bufete de abogados, donde Eva trabajaba como asesora, tuvo como propósito comunicarle que el pago de sus honorarios se tardaría un tiempo en ser consignado, por “dificultades financieras que se nos salen de las manos”, le dijeron. Además, por la misma razón, el incremento de la tarifa que había solicitado quedaba pendiente.

Aprovechó la salida de casa para ir al colegio de sus hijos y atender así la lacónica invitación que le había hecho la coordinadora para que se presentara en su oficina a la mayor brevedad posible.

Sin ningún preámbulo, la mujer, de manera contundente, le dijo que tenía que remitir a los niños a evaluación con la psicóloga, ya que algunos profesores habían reportado que mostraban una conducta agresiva, distancia con los compañeros y cambios negativos en el rendimiento académico. No hubo preguntas ni recomendaciones, solo un escueto: “Imagino que será producto de alguna crisis familiar, lo cual no les exime de que se les apliquen sanciones”, y luego: “Le avisaré la fecha de la cita con la psicóloga, señora”.

Eva se limitó a asentir, sin poder disimular el terror que le causaba la mujer.

Ya en el parqueadero, cuando aún no lograba reponerse del malestar que le había dejado la entrevista, recibió una llamada de la clínica veterinaria donde estaba Luna, su perra pug, a quien había llevado un par de días antes para recibir su cuarta dosis de quimioterapia. La joven que le habló le pidió que fuera de inmediato para firmar una autorización. Le pareció curioso que en ese día todo tuviera el carácter de urgente. Pensó, además, que era extraño que solo hasta ahora, cuando ya estaba tan avanzado el tratamiento, se les ocurriera pedir una firma de autorización.

Acababa de entrar a la clínica cuando la recepcionista le dijo, con tono amable:

—Doña Eva, buenas tardes. ¿Cómo se encuentra? ¿Puede creer que justo en este momento le estaba marcando a su teléfono?

—¿Luna está bien? —respondió Eva, casi gritando.

—Pues… no mucho. De hecho, el doctor no se ha atrevido a aplicar la quimio porque la ve tan debilitada que piensa que no la va a resistir. Así que su recomendación, señora Eva, es que la lleve a su casa y la deje morir en paz, rodeada de ustedes. Como la vemos, a lo mejor no pase de esta noche… El doctor la llamará mañana por si toma la decisión de hacerla dormir, que sería, a decir verdad, lo mejor que se puede hacer. De verdad lo siento…

Eva se dirigió a la salita contigua, donde aguardaban los perros que ya estaban listos para salir. Un joven auxiliar le dijo que, desde la noche anterior, Luna estaba echada de lado, con los ojos cerrados y sin responder a los llamados. Sin embargo, tan pronto olfateó a Eva, se incorporó para recibirla meneando la cola.

Eva acercó su nariz a la de ella y pasó varias veces la mano por su cráneo. Dos horas después, la tenía en su alcoba, acomodada en la cama, después de haber tomado medio tazón de consomé de pollo.

Entendí todo lo que dijo la mujer de la veterinaria. El día que llegué supe qué quería decir “dormirla”. Fue lo que hicieron con una perra más grande que yo, que entró caminando, llevada por una mujer que con suavidad la bajó de un carro. Ella miró tranquila al doctor mientras le aplicaba una inyección, luego dobló las patas, cerró sus ojos y no los volvió a abrir.

“Ya se durmió”, le dijo el hombre a la mujer, mientras ella cubría su cara con las manos, sollozando.

No supe cómo decirle a mi Má que no me llevara a ese lugar. Ya me venía sintiendo mejor, pero sobre todo, no quería alejarme de ella cuando sabía que más me necesitaba. Desde que se fue Pá, la he visto llorar todas las noches. Me ha dejado subir a su cama para que ocupe el lugar que era suyo.

“Tu Pá vendrá a verte de vez en cuando, lo mismo que a tus hermanos. Saldrán todos a jugar, te pasearán por el parque, así que no te pongas triste”, me dijo mientras acariciaba mi lomo.

Pero yo sé lo que pasó. Mi garganta y mi boca no están hechas para hablar, pero entiendo lo que significan la mayor parte de las palabras, sobre todo cuando se acompañan de gestos.

“Soy tu Má, él es tu Pá, y ellos son Lucas y Santiago, tus hermanos”, me dijo Eva cuando llegué a su casa por primera vez. Lo entendí de inmediato.

También entendí lo que ocurrió hace pocas noches: Pá le dijo a Má que necesitaba que hablaran de algo, así que mandara a los niños a dormir. Yo me acomodé a los pies de ella y juntas lo mirábamos, pendientes de lo que dijera.

“Mira, no voy a dar rodeos. Te he querido mucho, lo mismo que a los niños. Hasta a ella la he llegado a querer” —dijo señalándome—. El olor que salía de su cuerpo me indicaba que estaba muy nervioso.

—No sé si entiendas lo que… esto que… que intentaré decirte —empezó diciéndole Jorge a Eva, su mujer.

Se había ido hacia la ventana, como si hubiera oído algo. Luego de un largo silencio, y mirando todavía hacia afuera, continuó:

—Todo este tiempo que paso lejos, y todas las preocupaciones que me trae el trabajo, han hecho que… sin querer, tenga una vida nueva, como ya te has dado cuenta. Conocí, además, a alguien que se ha sabido acomodar a lo que hago, a mis nuevos retos… Bueno… hee… tú lo sabes, quizá me he vuelto más ambicioso en mis proyectos, algo que, según me has dicho, no compartes, ¿verdad?

—Así que, para ser honesto contigo, como siempre lo he sido —dijo machacando las palabras—, saco valor en este momento para contarte que he pensado que lo mejor es rehacer mi vida lejos de aquí. Es más… decidí irme esta misma noche. En la tarde, mientras llevabas a los niños al médico, empaqué algunas cosas. De a poco iré llevando lo que necesite…

Después de este anuncio, la cara de Jorge parecía la de alguien a quien acaban de sacar de un golpe en la espalda, el trozo de carne que se le había atragantado. Ella lo miraba como si no lo conociera, le decía con voz entrecortada que debía ser una pesadilla o uno de sus malos chistes. Él solo señaló el par de maletas que estaban al lado de la puerta. Luego le dijo que lo dejara darle un abrazo, porque la decisión le dolía quizá más que a ella.

Má salió corriendo, como si la persiguiera el perro bravo del vecino. Pisó mi cola, y claro, chillé más que por el dolor, por el miedo. Vi por la ventana que se había sentado en la barda del antejardín, mirando para todos lados, dejando que la lluvia fina que caía empapara su cuerpo. Después de unos minutos, echó a correr calle abajo. Gimiendo llegué a la puerta, pero no he aprendido a saltar hasta la chapa para abrirla.

Él, después de buscar un par de libros y ponerlos en una de las maletas, las llevó al garaje y arrancó en su carro por la calle opuesta a donde Má estaría caminando.

Al día siguiente, Má me llevó a la clínica. Faltaban todavía dos días para la fecha en la que me aplicarían la quimio, pero me dijo que, por lo que estaba pasando en casa, yo estaría mejor allá. Entonces me negué a comer. Quise morder a todos los que se me acercaban. Me hice daño quitándome el suero.

Luna se cuenta a sí misma, una y otra vez, los acontecimientos que de forma atropellada han sucedido, tratando de entenderlos mejor.

Al día siguiente de su regreso a casa, Eva recibió la llamada del veterinario, quien quería explicarle que, aunque los tumores habían casi desaparecido después de la tercera dosis de quimio —lo cual era muy alentador—, Luna a lo mejor no iba a mejorar.

Mientras lo escuchaba, Eva no podía evitar sonreír al verla hacer carreritas para buscar su muñeco favorito y llevárselo a Lucas, el mayor de sus hijos.

—No te angusties, Má —le dijo Lucas a Eva, apretando su mano—. Vas a ver que con nuestro amor y cuidado se curará sin más quimio. Yo te voy a ayudar más con ella, créeme. Pero no te quiero ver llorar: ni por Luna ni por mi Pá. ¿Me lo prometes?

Lucas sintió que, repentinamente, el adulto que crecía en su interior desde hacía un tiempo aplastaba al niño que quedaba en él. No supo qué más decir. Se refugió en un diálogo mudo con Luna.

«No entiendo por qué mi Má no se había dado cuenta de lo alejado que había estado mi Pá de nosotros en los últimos tiempos. Hasta tú, Luna, debiste advertirlo.»

Lucas siente que, por una extraña razón, es él quien tiene una mayor claridad sobre las cosas que venían ocurriendo en casa. Para empezar, nunca creyó que las ausencias prolongadas de su padre solo obedecieran a razones de trabajo, así que sentía algo de compasión por su madre que aunque se enfadaba por su alejamiento, se resignaba. Era evidente que en ella pesaba la ilusión de que el nuevo cargo de su padre les iba a significar conseguir esas cosas con las que soñaban: hacer su maestría, comprar la casa en la que vivían, matricularlos en un mejor colegio.

Así que esa noche, cuando Lucas oyó decirle a su mamá que hiciera acostar a los niños para hablar de algo, no dudó en ir a su habitación y luego regresar a escuchar lo que pasaba, pegado a la pared, a un lado de la puerta que dejaron abierta. Necesitaba confirmar sus sospechas. Así que no le sorprendió en absoluto lo que escuchó. Luego lloró a sus anchas, tapando su cabeza con la almohada; juró que nadie vería correr sus lágrimas.

A Luna le había parecido horroroso el nuevo alimento y los medicamentos recomendados por el veterinario. Desde el momento en que los olfateaba, cuando Lucas o Eva se los llevaban, sus ojos se desorbitaban aún más, y con el estómago dando vueltas se iba a refugiar debajo de cualquier cama. De allá la sacaban y la ponían frente al plato, pero solo lograban hacerla llorar. Así que el único recurso era mimarla mucho y darle un poco de caldo de pollo como incentivo por cada par de croquetas medicadas que lograba pasar. Con los días, las náuseas y la pataleta fueron disminuyendo, y las fuerzas aumentando.

«Algún día, a lo mejor cercano, me harán dormir como al perro de la veterinaria, o no despertaré del lado de Má cuando caiga en uno de esos sueños profundos que ahora me dan. Tendré que ser fuerte y no volverme quejosa, para poder acompañar a Má, a Lucas y a Santiago hasta que dejen de llorar y estar tristes. Yo sé hacerlos reír. No sé si lo logre, porque cuando van mejor, recaen. Hace unos días, Lucas y Santiago llegaron mudos de su encuentro con Pá. Corrí a recibirlos, batiendo mi cola y dándoles lengüetazos en la cara, pero no me determinaron. Un rato después, uno de ellos le dijo a Má: “Creímos que mi Pá volvería cuando se le pasara el enojo contigo por cualquier cosa que hubiera pasado. Pero ¿sabes qué, Má? Hoy supimos que no volverá. Se suponía que iríamos al museo, ¿cierto? Pues inesperadamente nos dijo que nos tenía una sorpresa: nos llevaría a su casa a conocer a su nuevo hijo. ¿Sabías, Má, que cuando se fue de acá el niño acababa de nacer?”»

Má los miró en silencio, abriendo sus ojos de par en par. Luego, las lágrimas empezaron a correr, bañando sus mejillas; las secó a manotazos.

—No, hijo, de verdad, no lo sabía —contestó.

Después los abrazó, y con un hilo de voz que casi no logro oír, dijo:

—¿Pero saben qué sí sé sin lugar a duda? Que mientras nos sigamos queriendo, no estaremos solos. Este dolor se detendrá y no volverá a repetirse.

Entonces no resistí el deseo de meterme entre ellos, lamer sus caras y ser parte de ese abrazo. Creo que ahora sí podré dormirme tranquila.