ALAMBRITO 

Por José Heraclio Ramírez. 

No sé qué pasa. Después de estar acompañado de tres de mi igual, una corriente cálida, que para mí no es extraña, me obliga a salir, o más bien me expulsa de donde estaba muy cómodo. Me recibe un lengüetazo seguido de un mordisco, soy levantado en vilo y colocado al lado de una teta que empiezo a succionar por instinto.

Al poco rato estoy acompañado de los otros tres que hacen lo mismo que yo. Una perra pastor alemán —supongo que es mi madre— me observa con extrañeza. Yo soy diferente a los otros cachorros.

Aparece en el umbral de la caseta perruna una mujer regordeta, con una verruga al costado derecho de su nariz. Al verme, exclamó:
—¡Tomás! La porquería del Barbas es papá de uno de los perritos, salió igualito a él.
Tomás sonrió y dijo:
—Qué le vamos a hacer…

El tiempo pasó.

En la época del destete, mi amo Tomás me llevó a conocer a mi papá. Era un gozque de pelos parados, escasos y rucios; no sé si por constitución o por ser callejero.

La sangre tira y lo acepté, a pesar de ser un perro chandoso y vagabundo. Su hogar era la calle; cuando dormía, lo hacía en una caseta que le hicieron los habitantes de la cuadra, en un lote baldío. Su alimentación eran las sobras que le tiraban los habitantes del sector y la complementaba escarbando en las bolsas de basura en los días de recolección.

Era agradecido, cuidaba el barrio de intrusos de dos o cuatro patas; ladraba y mostraba sus dientes a recicladores, consumidores de drogas y desconocidos que llegaban por uno u otro motivo al sector.

A pesar de llevarme bien con mis hermanos, llegó el día de la separación por capricho de nuestra ama. Así que fui el primero que dieron en adopción a causa de mi humilde origen. Siguió otro hermanito como parte del convenio adquirido con el dueño y amo de Lukas, perro pastor alemán que acompañó a mi madre en su época de calor. En cuanto a los otros dos, no sé qué pasó, porque aquí acabó mi vida familiar.

La vida continúa…

Afortunadamente caí en buenas manos. La nueva dueña es una mujer cristiana, animalista y amorosa. A ella le debo mi nombre: Alam Brito, en honor a mi constitución y a la herencia de mi padre.

Estaba recostado, con la panza llena, somnoliento con las caricias de mi nueva ama. Sonó el teléfono: era una de sus hijas, a quien le contó:
—Tengo una nueva mascota, es un perrito de raza “Chándis” y nombre gringo: Alan… Brito.
—Yo no conozco esa raza… ¿y por qué le puso ese nombre? —preguntó su hija.
Mi ama Flor, entre risas, le dijo:
—Tonta, es un chandosito y su nombre, Alam Brito, es por su constitución, es flaco y parece un alambre de púas.

Las carcajadas se escucharon por doquier.

Más lo que se hereda no se hurta, y mula vieja vuelve a su tranco. Me estresé en aquel pequeño apartamento y comencé a darle muela a todo lo que se me ponía al frente, a ladrar y agredir a dos compañeros gatunos, junto con una lora que no hacía más que madrearme. La situación se puso insoportable y la señora que le ayudaba con el aseo a Flor terminó llevándome a una finca en la localidad de Sumapaz.

Aquí me siento como Pedro por su casa. Los nuevos dueños me tratan bien y me buscaron oficio: pastoreo, rebaños, ovejas y algunas vacas, donde hay una recién parida que me permite lamer sus ubres.

Vivo como rey entre la finca y los campos. Este día vino mi segunda ama, que no me olvida; vino a visitarme trayéndome golosinas, juguetes y comida, cosas que no necesito, porque aquí vivo a campo abierto y entretenido con las aves, las mariposas, lagartijas y todo lo que se mueva, así sea por el viento.

Flor, mientras me acaricia, piensa en voz alta:
—Tanto admiro la inteligencia de los animales, así como aborrezco el instinto en los hombres.

Alambrito.