Por: Eduardo Yáñez Canal
Se llamaba Godofredo y tenía más de setenta años. Es una aproximación, porque los hombres y las mujeres aspiran a que los demás no sepan cuántos abriles tienen entre pecho y espalda. En cuanto a su nombre, al personaje no le importaba que su padre, afecto a las historias religiosas, se hubiera empecinado en bautizarlo para recordar al célebre Godofredo de Bouillon (1060–1100), líder que ocupó la jefatura en Jerusalén después de vencer a los seguidores del islam en la Primera Cruzada.
Siguiendo con el personaje, la vida lo había vuelto puré y de aquel ágil combatiente de la guerra del 32, en el Amazonas, no quedaba sino una foto descolorida, un morral lleno de hilachas y dos botas de cuero con aromas combinados de pecueca y moho. Ya el pelo frondoso, negro y altanero se había transformado en hilos de plata que, por su número reducido, no daban al propietario el consuelo de peinarse. De los brazos atléticos y nervudos había pasado Godofredo a sostener dos palos flácidos y cubiertos por el carate.
Era la imagen clara de que el tiempo no perdona. Con antiparras del año de upa y arrugas que se extendían hasta donde la espalda pierde su nombre, el veterano esperaba que Dios agachara el dedo y le diera paso al barrio de los acostados. Sin embargo, se resistía a ser pasto de las polillas, cucarachas y gusanos. Quería seguir con la consigna caduca del «querer es poder». Por eso, todas las mañanas salía al centro de la ciudad a cobrar su pensión o a visitar cafeterías, en plan de tertulia, con compañeros de anécdotas, fatigas, lamentos y una que otra alegría.
El día que ocurrieron los hechos andaba lento, con un bastón lleno de nudos como único sostén. Juicioso, caminaba por la acera cuando un semáforo se atravesó con su color rojo. —Resulta oportuna esta aclaración para quienes ignoran u olvidan que los semáforos son los que indican si tenemos vía libre—. Allí estaba un señor elegante, todo un caballero. Además, se podía intuir que la jubilación no acompañaba su vida.
El extraño vestía traje oscuro, corbata y maletín ejecutivo. Cubría su testa con una boina de rombos anaranjados. No hay tiempo ni espacio para explayarse, así que, amiga lectora, amigo lector, tienen que contentarse con tan escueta información.
A Godofredo se le iluminó la sesera al ver al desconocido. Acostumbrado a la soledad de una pieza de inquilinato, sabía reconocer a quien no había vuelto a ver. Pero tenía un problema: no podía precisar cómo se llamaba el sujeto ni en qué época, acontecimiento o circunstancia lo había conocido. Así que, decidido, como si tratara de «tomarse una isla en territorio enemigo», lleno de minas antipersona, tanteó el terreno:
—Disculpe, caballero, ¿nos conocimos en la guerra contra el Perú? —preguntó.
El otro, de manera despectiva, frunció el ceño mientras lo miraba de pies a cabeza. Solo entonces se animó a responder:
—No, no fue en esa guerra.
Pero Godofredo volvió al ataque, sin importarle que el semáforo había dado vía libre:
—Entonces tuvo que ser en el colegio de las señoritas Manrique, en Pamplona…
—No, creo que tampoco —respondió el hombre misterioso—. Allá nunca estuve, pues mis padres priorizaron a los hermanos mayores y ya no tenían plata para ponerme en un lugar tan costoso.
—¡Pero tuvo que haber sido en alguna parte! Yo, modestia aparte, soy buen fisonomista y estoy seguro de que nos conocemos de tiempo atrás. ¿No fue en el cuarenta y ocho, cuando nos tocó aguantar la chichonera en Bogotá?
—No. Por esa época vivía en Girardota —anotó el otro, que ya daba indicios de impaciencia, mientras se rascaba el lóbulo superior de la oreja derecha con la mano ídem.
—¿Dónde pudo haber sido? —lo interpeló, preocupado y confundido, Godofredo Quintanilla, quien, con el bastón sujeto a dos manos, movía la cabeza con aire distraído, como intentando retroceder el tiempo.
Fue tanta su angustia, tanta su desolación y desvarío que el otro, tomándolo de los brazos, mientras el bastón caía, no pudo contenerse y le gritó con fuerza al oído izquierdo:
—¡No sea imbécil, Godofredo! Soy Arnoldo, la cuba, el benjamín, su hermano menor.
El anciano no dijo nada. Fue tal la estupefacción que, al oírlo y conocer la verdad, cayó redondo. Había sido una impresión tan contundente que no valía la pena seguir luchando. Era hora, minutos y segundos de parar el tiempo y caer a la mugrosa calle. En síntesis, a colgar los guayos.