HAY DÍAS EN QUE SOMOS TAN LÚGUBRES…

Por María Eugenia Caicedo.

Amanece, salgo al balcón en un gesto cotidiano y me recibe, como siempre y como hace cinco años, la misma bocanada de aire fresco. Estoy inquieta sin saber por qué. Llegan poco a poco, en busca del néctar de las flores, los pájaros; se bañan en su pileta, celebrando con cantos esta mañana fría, y vuelan. No entro; mis ojos se detienen en el jardín, reafirmándome que todavía estamos vivos. Me llama la atención una rosa que se deshoja, muere; ayer estaba en todo su esplendor. La vida es efímera.

Este balcón me brinda el privilegio de poder situarme hacia afuera, en un futuro todavía incierto y lleno de promesas, y hacia adentro, en un pasado interior poblado de recuerdos. El presente es todo y nada: solo la fortuna de estar otra vez esta mañana aquí y respirar la vida.

Miro hacia adentro de la habitación y de la mente, un balcón que se abre hacia el pasado, materializado en pequeños objetos que lucho por mantener ordenados, buscando a través de ellos ordenar la memoria. Poblan la habitación y los recuerdos; los he acumulado al azar y guardan historias aparentemente inconexas de viajes, dentro de un viaje único que soy yo.

Con el tiempo pierde importancia el valor material que las cosas significan; algunas son de juventud y su significado se pierde en la memoria; de otras no recuerdo nada, están listas para salir de mi habitación porque han muerto en los recuerdos, y unas pocas todavía están vivas porque corresponden a hechos recientes o son recuerdos que dejaron una profunda huella. Cuando me vaya, todas ellas podrán contar nuevas historias o ninguna.Pienso en lo cotidiano y circunstancial que transforma profundamente nuestras vidas: la brizna que somos en un tiempo y un espacio que se encoge o se estira en nuestra mente, revistiendo nuestras fantasías intrascendentes de trascendencia, son un todo existencial. Reflexiono todos los días y las noches en que puedo morir porque estoy viva; estoy cerrando mi último círculo de tiempo.

La sensación de tiempo infinito de la juventud nos permite pretender los sueños con toda la energía de nuestra vida, cuando activamente buscamos alcanzarlos en un tiempo que se alarga y sin saber cuándo se comprime en recuerdos. No logro entrar de mi balcón, a pesar de que hace frío; no quiero que me llenen las cotidianidades todavía. Me atrae el afuera, donde bulle lo desconocido que estamos añorando, experimentar la vida con todos los sentidos mientras dure, como la rosa.

Desde mi ventana deseo salir para abrazar el futuro incierto, sin olvidar ese pasado de hace cinco años, cuando la muerte nos visitó de manera cercana en forma de COVID; entonces también venía al balcón queriendo imaginar, desde la danza con la muerte, cómo sería ese futuro imaginario que pretendíamos de reconciliación y de esperanza. Ya llegó ese futuro y me pregunto cómo cambió a ese lobo que es el hombre.

El túnel de retazos de la memoria me lleva lejos, a la Edad Media, cuando Europa estaba brillando. Aparecen las grandes universidades, se desarrollan la economía agrícola feudal y el comercio; ese brillo reposa en la explotación de un campesinado hacinado y sin tierra; en ese entorno aparece la peste aterradora que ataca a todos por igual, señores y vasallos. Se expande siguiendo la ruta de la seda y Oriente es declarado culpable, sin reparar en que los bosques habían sido talados para la agricultura y la ganadería, ni en la miseria y la sobrepoblación que prepararon el terreno para que la destrucción masiva se diera. Los privilegiados se negaban a cambiar hasta que resultaron mortalmente afectados. La peste terminó con un tercio de la población de Europa y se dio paso a una nueva época: el Renacimiento.

Ahora danzan en mi memoria los fabulosos años 20, cuando, saliendo de la Primera Guerra Mundial, hubo en Europa una corta bonanza para las clases privilegiadas: la bohemia, la máxima diversión para una burguesía asentada sobre la miseria de la mayoría; el florecimiento de las artes, Joyce y su Ulises, Borges, Hemingway —FiestaAdiós a las armas—, Frida Kahlo, Man Ray, la Bauhaus, la BBC en su primera emisión por televisión y, algo genial, la película futurista Metrópolis de Fritz Lang (1927), que se desarrolla en un 2026 de ficción, donde se recrea una sociedad dividida en dos grupos: una élite de propietarios y pensadores que disfrutan en grandes rascacielos y una casta de trabajadores que los mantienen.

En contraste, también en ese año bisiesto de 1920, asomando la guerra en Alemania, apareció la “gripa española”, que terminó con unos 100 millones de personas; presentíamos el tiempo circular y pronto estaríamos sumergidos en otra vorágine de destrucción y muerte, la Segunda Guerra Mundial y la Gran Depresión. No me gustaría sacar conclusiones, pero ¿de verdad algo ha cambiado?

El 2020, año bisiesto, nos sorprendió como siempre lo hace la vida, con una matriz de lo ya vivido; estamos, de alguna manera, en el siglo XIV, en los años 20 y en la ficción del 2026, atrapados en ese tiempo que se encoge y se estira. La misma clase privilegiada se divierte, algunos sienten miedo y otros se burlan, mientras los de más allá han entrado en el túnel de la desesperanza. La tecnología avanza y no renunciamos a un imposible desarrollo ilimitado dentro de un planeta limitado; el mundo sigue siendo propiedad de unos pocos asentados en una mayoría cada vez más desposeída que sobrevive con la misma fuerza irracional del COVID, que, obvio, otra vez viene de Oriente.

El COVID-19 ya estaba aquí; no lo habíamos visto hasta que mutó y se volvió letal, torna en mortal el aire que respiro… Lo imagino dándole una forma caprichosa y un tamaño que me permitan disputar con él la vida, aunque la batalla está perdida. No lo vencimos: solo logramos que se hiciera a un lado. Somos sobrevivientes, pero en esa lucha por la vida olvidamos nuevamente el daño que habíamos hecho a la naturaleza y a nosotros mismos, las injusticias que se volvieron costumbre. Juramos reconciliarnos y perdonarnos, como corresponde a un grupo que logró impulsarse hacia adelante de una catástrofe infinita.

Pero todo fue ilusión. Vivimos la realidad del 2026 imaginado; olvidamos las promesas de inmediato y hoy vemos guerras y hambrunas por doquier. Israel, el gran sacrificado en la Segunda Guerra, tiene un gobierno que resolvió una venganza sin final; la democracia agoniza entre grupos de izquierda y de derecha que no respetan a nadie, buscándose aniquilar sin medir las consecuencias. En mi país destruimos sin piedad el sistema de salud que nos salvó la vida; repetimos otra vez la historia y seguro nos acercamos a una nueva catástrofe que volverá a sorprendernos porque simplemente no aprendemos.

Hace frío, llovizna y debo apartarme del balcón. Reparo en mi perrita, que tiene hambre, y lentamente retomo la cotidianidad, sabiendo que también escribí una historia efímera y soñando que es posible reeditar el pasado, ser los mismos y hasta mejores, negando la convicción de que es imposible, ignorando lo que dijo Harari: que somos otra especie, pero no indispensable, negando que el hombre es un lobo para el hombre.

Voy a tomarme un té ahora que empieza a despuntar el sol y, premonitoriamente, veo una mariposa que se detiene; tomo una fotografía para hacerla eterna. Vivo un momento histórico en que tengo el macabro privilegio de estirar la mano y tocar la muerte para danzar con ella. ¿Bailamos?

Nota. Esto es un palimpsesto que demuestra lo circular que es el tiempo y la vida; lo reescribí sobre una reflexión que hice en pandemia.