
Elisa Carrero.
Relato inspirado en Casas muertas, de Miguel Otero Silva
Diez años habían pasado desde que la fiebre palúdica barrió a Ortiz. No solo se llevó a su gente; también arrancó de raíz el latido mismo del pueblo. Lo que quedaba era un esqueleto de casas abiertas al polvo, patios invadidos de maleza y puertas vencidas por la humedad.
Los sobrevivientes no se contaban ya por familias, sino por sombras. Eran apenas unos cuantos hombres y mujeres que habían resistido la enfermedad y que, desde entonces, vivían atrapados en una condena silenciosa: presenciar cómo su pueblo se desmoronaba a ojos abiertos.
Entre ellos estaba Hilario, el carpintero.
Había fabricado cunas, mesas de bodas y ataúdes cuando Ortiz aún rebosaba de vida. Ahora caminaba por las mismas calles donde su martillo había retumbado, viendo sus obras convertidas en ruinas: una puerta caída, una silla rota, una mesa deshecha por las termitas. Todo aquello que había hecho para acompañar la vida ahora era testimonio de la muerte.
Hilario se sentaba cada tarde en la plaza, frente a la iglesia cuyo campanario amenazaba con caer. Sacaba una libreta y escribía nombres: de los que murieron, los que huyeron, los que nunca regresaron. Era su manera de impedir que Ortiz se borrara del todo.
Doña Encarnación, la partera, decía que Hilario era “el último campanero”, porque con su memoria mantenía viva una campana invisible que aún sonaba entre tanta ruina. Pero él sabía que no era campanero, sino centinela. Su oficio, después de la epidemia, era vigilar la lenta agonía del pueblo.
De noche, cuando el calor no dejaba dormir y los mosquitos regresaban como un ejército invisible, Hilario se preguntaba por qué había sobrevivido. La fiebre le había arrebatado a su esposa y a sus dos hijos, dejándolo con la amarga tarea de seguir respirando. “Sobrevivir no es premio —se decía—, es la carga de mirar lo perdido.”
Una madrugada soñó con Ortiz lleno de risas y canciones. Soñó con los niños corriendo tras una pelota de trapo y con las fiestas patronales que encendían la plaza de luces. Al despertar, el silencio era tan denso que dolía.
Hubo quienes pensaron en marcharse, pero nunca lo hicieron. Afuera serían forasteros; en Ortiz, al menos, eran fantasmas con nombre propio. Así, día tras día, seguían caminando entre casas muertas, resistiendo más por costumbre que por esperanza.
Una tarde, Hilario cerró su libreta tras escribir el último nombre que recordaba. Miró el polvo danzar sobre las calles y murmuró:
—Ahora sí, Ortiz se ha muerto del todo.
Pero a la mañana siguiente volvió a la plaza, como temiendo que el silencio lo borrara también a él.
Y así, Hilario y los otros sobrevivientes se confundieron poco a poco con las paredes derruidas, hasta volverse parte de la misma ruina.
Sin embargo, cuando el viento recorre las calles vacías y golpea las ventanas carcomidas, parece que aún se escuchan voces: el pregón de la botica, las risas de los niños, las campanas de la iglesia llamando a fiesta. Tal vez Ortiz no murió por completo; tal vez permanece agazapado en la memoria de quienes lo soñaron vivo.
Porque hay pueblos que no desaparecen: se transforman en eco, en polvo, en recuerdo obstinado. Y mientras alguien los nombre —aunque sea un viejo carpintero en una plaza vacía—, seguirán respirando entre las ruinas.