Por Gladys Navarrete Sicacha
Samuel y Leo salieron del colegio con sonrisas en sus rostros felices de haber terminado la jornada escolar. La libertad y el sol de la tarde los acariciaba mientras caminaban hacia sus casas, listos para disfrutar del resto del día.
Mientras se despedían, Samuel y Leo se rieron al recordar la broma que una compañera le había hecho a su profesor de matemáticas esa mañana. Quedaron en que se verían más tarde para hacer las tareas juntos. Así lo habían acordado sus padres.
Al entrar a su casa, Samuel la encuentra igual que siempre: vacía. Sus padres trabajan todo el día, ella es su refugio silencioso y solitario. La luz del sol se filtra a través de las ventanas, iluminando el espacio y creando sombras en las paredes.
Samuel deja su mochila en el suelo y se dirige a la cocina a prepararse algo ligero para comer.
También Leo llega a su casa, sube las escaleras siente un nudo en el estómago al pasar frente al cuarto de sus padres. La puerta está cerrada, pero él sabe que detrás de ella se esconde un secreto del cual, nunca puede ni debe hablar con nadie. Su padre le ha advertido que en ninguna circunstancia debe sacarlo del lugar donde se encuentra, pues así, como puede ser de utilidad en algún momento también puede ser causa de mucho dolor y sufrimiento para la familia. Una sensación de miedo y ansiedad se apoderan de él, por un momento se detiene en el pasillo, indeciso si seguir adelante o no. El silencio de la casa se hace cómplice con sus pensamientos. De pronto el timbre lo hace volver a la realidad, baja corriendo y abre el portón, es su amigo que ha llegado.
Entran a la sala y cada uno saca sus libros, disponiéndose a hacer las tareas. Al cabo de dos horas ya las han terminado, sin embargo, aquellos pensamientos no han dejado de rondar en la cabeza de Leo.
Se inclina hacia adelante, y con un susurro le dice a su amigo:
—Samuel, mi padre guarda en su habitación un secreto, pero no puedo enseñárselo a nadie, si se dan cuenta me castigarán.
Samuel abre los ojos con gran curiosidad y le jura a su amigo que no dirá nada a nadie, el también guardará el secreto. Leo accede y salen corriendo a la alcoba de sus padres.
Leo toma una silla, se sube y saca del closet una caja con mucho cuidado, la coloca sobre la cama, la abre y saca de ella una pistola.
—Mi papá es policía —le dice a Samuel.
Entre risas y juego, Leo apunta y sin darse cuenta dispara. Aturdido suelta el arma, el horror se apodera de él al ver a su amigo doblado en el piso sosteniéndose con las dos manos el vientre. Corre hacia él gritando, Samuel llora de dolor, Leo busca con afán en el closet una toalla y se la pone en la herida. Sin pensarlo dos veces, salen despavoridos en busca de ayuda. La calle está desierta, caminan gritando y llorando, por fin un hombre que va conduciendo un taxi, los ve y entre los dos, suben a Samuel al carro. El tiempo se detiene para Leo, los minutos le parecen horas, Samuel deja de llorar, ha perdido mucha sangre. Cuando por fin llegan al hospital más cercano, ya es muy tarde, la vida se le ha escapado a Samuel.
El dolor en ambas familias es muy grande. Leo se volvió silencioso y solitario. Cuenta su mamá que muchas veces lo encontraba llorando en su cuarto, sus amigos que antes lo conocieron sienten que con la muerte de su amigo también él murió un poco. Un mes después de la muerte de Samuel, Leo con esa misma arma se pegó un disparo en la cabeza acabando así su sufrimiento.