Por Martha Cecilia Díaz.
¡Fue una hermosa boda! «¡Feliz viaje, diviértanse!», decían los invitados, dándoles un adiós con la mano a los novios y expresándoles muchas muestras de cariño.
Los recién casados, llenos de dicha, iniciaron su viaje de luna de miel con maletas repletas de ilusiones y sueños, particularmente la del novio, más pesada de lo normal; hecho muy particular para un hombre joven y de apariencia informal, pero, eso sí, muy trabajador.
Se embarcaron en el crucero de sus sueños en el hermoso puerto de Barcelona, con rumbo al puerto de Civitavecchia, Italia. Todo era como lo esperaban. Abordaron y pronto los condujeron muy amablemente a su respectiva cabina, totalmente organizada y dispuesta para los novios.
Esa primera noche estaba serena y despejada, por lo que decidieron subir a cubierta un buen rato, recorriendo los principales sitios: piscina, bar, restaurantes, tiendas de ropa —para elegir su mejor outfit— y demás atracciones que ofrecía el tour por el inmenso mar Mediterráneo.
De día, el paisaje y el ambiente eran hermosísimos; pasaron un hermoso día en la piscina y en la fiesta preparada en la cubierta por la línea del crucero, ofrecida para todos los turistas. De noche, todo era una fantasía: parecía la torre de Babel por los diferentes idiomas que escuchaban; turistas de distintas partes del mundo estaban allí. Las luces multicolores iluminaban todos los ambientes con aire italiano.
Lo único extraño en la velada era el novio con su pesado chaleco multiusos, que siempre cargaba y que contenía en él todo lo necesario para reparar cualquier cosa en cualquier situación. «Por si algo se necesita», decía. No olvidemos que era un tipo obsesionado por su trabajo y que usualmente lo llevaba a todo sitio donde se desplazaba. Este contenía toda clase de destornilladores, llaves de todo tamaño y calibre, cables, cinta aislante, pinzas, alicates… en fin, nada le faltaba.
Entrada la noche, y en medio de la fiesta —el licor, el baile, la música de todo estilo y las bellas luces incandescentes—, los novios se olvidaron de todo. Entre copa y copa, y en pleno disfrute, escucharon las voces del capitán ordenando dirigirse a sus respectivas cabinas de manera urgente; llamado que era repetitivo en español y en italiano, invitando a mantener la calma y a no salir de ellas, pues una tormenta se acercaba.
Los novios no recordaban ni siquiera cómo bajaron a su habitación; lo cierto fue que, en pocas horas, el crucero se mecía de lado a lado y los fuertes golpes del agua contra el casco se sentían con frenesí. Ya casi de madrugada, el mar se fue calmando; lo vieron a través de la ventana de su cabina y, después de esa tenebrosa noche en la que no veían nada a su alrededor, observaron las primeras montañas e islas, indicio de que estaban llegando a puerto.
De pronto, escucharon voces por los corredores y decidieron salir a buscar de nuevo la cubierta para observar la llegada al puerto. En ese momento, el novio recordó que el chaleco multiusos lo había abandonado la noche anterior sobre una silla del bar e inició disimuladamente su búsqueda. Revisando por todas partes, observó a un operario del barco con el chaleco puesto y a su cuadrilla de apoyo. Todos, en conjunto, trabajaban arreglando los destrozos de la tormenta de la noche anterior: luces, reflectores, pantallas, tomas de corriente, conexiones eléctricas. Con esas herramientas, el equipo de operarios logró reparar por completo las averías que dejó la tormenta.
Los novios los miraron por un momento, luego se miraron el uno al otro, dieron media vuelta para contemplar la maravilla del puerto italiano y, con sus maletas más livianas, pensaron en lo que les esperaba en adelante por toda Europa.