Dirección: La calle

Por Gloria Zuluaga.

Nació en medio del consumo; su madre lo hacía desde hacía tanto tiempo que ya ni se acordaba. Y no es que ella hubiera querido una hija, solo llegó, porque no tenía el control de su vida, ni de su cuerpo, ni siquiera de su voluntad.


Vivían en la calle, dormían en cualquier pedazo de cartón, arrumadas con todos los habitantes del desamparo, y, en los mejores momentos, en cualquier cuarto sucio de un hotel de mala muerte.


Quizá por un leve instinto maternal, o por sentir que algo le pertenecía verdaderamente, y por esas vacilaciones de la ley, su madre la mantuvo a su lado.

O más bien porque siempre tuvo claro que su hija era una moneda de cambio.
Tenía seis años cuando su madre empezó a ofrecerla a los hombres por algo de dinero, para su consumo personal. Se demoró mucho tiempo en entender lo que pasaba. Las primeras veces se refugió en su madre, ignorando que era su victimaria, luego, en el consumo, que sus mismos violadores le proporcionaban. En su pedacito de mundo, ella no sabía qué era una cosa o la otra, solo seguía la rutina que conocía.

Pero ya no fue más una niña, ya no quería esconderse y que la encontraran, no armaba casas con el cartón donde vivían, no había sonrisa en su cara, solo miedo. Buscaba refugiarse en su madre, pero ella apenas parecía escucharla cuando lograba estar un poco sobria; la reprendía por quejarse y no ayudarla. Necesitaban dinero y ella debía ocuparse también de conseguir algo. Su madre creía que hacía bastante cuidándola, que había trabajado por ella y esperaba entonces que le correspondiera. No era un trabajo tan difícil atender a esos hombres que ella misma le buscaba; era la única manera como podrían sobrevivir. ¿O acaso quería morir?
Su madre la culpaba de la situación, acaso no veía que necesitaban dinero para tener algo de comida y pagar una que otra vez un cuarto para dormir, sobre todo en esas duras noches de frío.

Fueron cinco largos años de pesadilla, dolor, violencia, odio, rabia y manipulación. Pero su mente se abría a otras experiencias. Había recorrido las calles sola, hecho amistades, conocido otras chicas de la calle, conocido bares, así que decidió que haría el oficio que conocía, pero por su cuenta; su madre ya no existió más para ella.

Se ofreció al mejor postor, buscó e incluso eligió con quién. De pronto parecía gustarle el oficio, vivía mejor, podía tener cuartos decentes, comida y amigas con quien hablar.

De pronto se dio cuenta de que el mundo era mucho más que aquello que vivía; observaba con más atención a la gente, escuchaba a las personas, preguntaba a sus clientes, aquellos con los cuales se podía hablar y no eran violentos. Esa independencia la hizo despertar para el mundo.

Poco a poco fue sintiendo asco de sí misma, se hartó y despertó de ese largo letargo que había dejado profundas heridas, cicatrices y una personalidad a prueba de todo.

Buscó ayuda, tuvo toda la voluntad para recuperarse y sanar, de lo que es posible sanar. Entendió que viviría con lo demás.
El camino que siguió no estuvo libre de dificultades, de luchas internas, de escasez. Se mantuvo firme, no volvería atrás; fue su decisión y cada día en esta nueva vida era un gran logro.


Estudió, se hizo profesional, consiguió empleo y, ahora, a su grupo de amistades, entre risas y bromas, les cuenta su historia.
Hay quienes no le creen.