Por María Obdulia Fula Iriarte.
He pasado a la inmortalidad, como me lo prometió Leonardo hace más de quinientos años. Él fue como mi dios, mi creador. Fuimos pocos, pero hechos con calma, con sutiles detalles, para que el resto de la humanidad se rompiera la cabeza inventando nuestro origen. De cada uno de nosotros se ha especulado mucho a través de la historia. En el tiempo en que nos tocó vivir a Leo y a mí existían los papiros y las pinturas, pero pocos se preocuparon por lo que hoy llaman la ficha técnica para la posteridad. A causa de esto existen varias versiones, orígenes, historias y hasta calumnias; nos ha tocado a nosotros mismos hacer las aclaraciones del caso.
Antes de contarles mi historia, quisiera hablar un poco de Leonardo. Nacido en Anchiano, un pueblo del municipio de Vinci, cercano a Florencia, fue hijo ilegítimo de un noble y una campesina. Aunque su padre nunca lo reconoció, se crio con él desde los diez años, junto con sus medios hermanos.
Desde muy chico se distinguió por su inteligencia: era inquieto, le gustaba pintar, explorar, cuestionar; todo el tiempo estaba inventando cosas. Su padre, sorprendido al ver sus habilidades innatas, lo presentó ante uno de los artistas más reconocidos de la época. En este taller Leonardo dio rienda suelta a su creatividad. Además de la pintura, exploró la orfebrería, la escultura y otras áreas de la ciencia.
A los 20 años había superado a su maestro; entendió que era hora de dejar el taller y explorar otros caminos. Lleno de sueños, viajó a Milán, donde se dedicó a la ingeniería, colaborando con inventos de armas y diseñando acueductos y puentes. Tenía fama de iniciar muchos proyectos que sus ayudantes finalizaban bajo su dirección. Por su atrevimiento y uso de nuevas técnicas en la pintura fue reconocido por la realeza italiana como el padre del Renacimiento, extendiendo su fama por toda la comarca. Era un viajero incansable: permanecía entre Florencia, Milán, Roma y Venecia. En cada una de estas ciudades dejó su huella. Reyes y papas se peleaban por sus creaciones; todos querían tener sus murales y cuadros decorando los castillos y catedrales de la época.
Nos conocimos un día de agosto de 1503. Yo venía caminando después de dejar los viñedos, donde trabajaba de sol a sol durante el tiempo de cosecha. Era un trabajo duro, pero no había mucho que hacer en el valle de Bobbio. Las mujeres éramos fuertes, cantábamos y nos divertíamos mientras recogíamos los racimos rojos. Unas cortaban los gajos; otras revisaban y empacaban en los cestos. Cada grupo cargaba una especie de cuchillo y una piedra de afilar; nos rotábamos para no aburrirnos. Hace algunos años me enteré de que ahora existen máquinas que hacen buena parte del proceso.
En una de esas jornadas, a la salida del viñedo, seguíamos cantando y riendo mientras cada una llegaba a su hogar. Yo era la última: mi casa estaba al final de la calle principal del pueblo. De pronto, en una de las esquinas, lo vi. Se quedó mirándome; yo me sonrojé, nunca lo había visto. Se presentó como Leonardo, artista. Yo musité: “Bianca, recolectora de uvas”. Los dos sonreímos.
Rápidamente me contó algo de su historia. Me dijo que hacía días me venía observando porque estaba buscando una modelo para un proyecto personal en el que llevaba pensando desde hacía un buen tiempo. El pago no era mucho. Yo lo único que tenía que hacer era seguir sus indicaciones en las poses y tener buena memoria. Él no podía dedicarse de tiempo completo y yo tampoco. La idea era iniciar en noviembre, al terminar el tiempo de recolección. Mientras tanto, él iría a Milán.
Me dejó como tarea elegir el sitio donde realizaríamos la pintura. Quería que yo estuviera cómoda; me sugirió un paisaje natural con mucha luz. No me fue difícil escoger. Siempre que podía subía la ladera para contemplar el valle: abajo, el río Trebbia en forma de ese; a un lado, las montañas, y al otro, las rocas; el puente, un poco inclinado, donde los últimos rayos del sol se reflejaban en los atardeceres de primavera, prolongando la vista hasta el otro lado del pueblo. Estar allí me producía cierta nostalgia; a veces se me iba el tiempo y alcanzaba a ver la luna asomándose tímida. En algunas ocasiones debía correr para llegar a casa antes del anochecer. Era mi sitio secreto para soñar con el amor, con el amante que llegaría a rescatarme de los viñedos para llevarme a Venecia o, por qué no, a la misma Roma.
En noviembre, como habíamos acordado, tuvimos nuestra primera sesión. Empezamos trabajando en las diferentes poses. Leonardo quedó fascinado con el paisaje; me felicitó. Sentimos una conexión especial. Yo me dejaba llevar; él hacía bocetos, pero era muy perfeccionista y, durante el mes de noviembre, apenas logramos acordar la postura que debía mantener, para que el valle al fondo pudiera verse a lo lejos sin perder ningún detalle. El puente fue la guía para las medidas y demás proporciones que debía tener el lienzo. Cuidaba cada detalle y el tema de la luz era vital para que mi rostro sobresaliera. Con la llegada del invierno, Leonardo me pidió que descansáramos hasta febrero. Mientras tanto, él estaría en Milán para continuar con un proyecto dentro de la catedral. Yo seguiría con los oficios de casa y volando con mi imaginación por las ciudades de Italia.
Leonardo me contaba muchas cosas de Milán y Venecia. Por un momento pensé que yo le gustaba: era guapo y, el hecho de ser escogida para posar y su amabilidad, me hicieron creer que podía haber algo más. Alcancé a imaginarme entre sus brazos fuertes, sentir sus besos. No sé si él se percató de algo, pero en una de nuestras conversaciones me confesó que era homosexual. Me sentí algo desilusionada, pero rápidamente entendí la situación y continué mi rol como si nada.
Así transcurrieron casi tres años, entre sus viajes, las cosechas de uva y los inviernos. Los meses en los que era posible reunirnos a trabajar lo hacíamos a diario: dos, tres y hasta cuatro horas, cuando ya cansada le pedía que dejáramos ahí. Él siempre accedía sin protestar. Nos deteníamos a mirar el paisaje, los avances y veíamos, con algo de nostalgia, que el final ya estaba cerca.
Habíamos adelantado todo: el paisaje de fondo, la posición de las manos, la luz sobre el cuello, el suave manto cubriendo mi cabello. Leonardo dijo que lo más complicado lo dejaríamos para el final. Pero ya empezaba a sentirme agotada y algo decepcionada conmigo misma: llevaba varios meses intentando la expresión que necesitaba; por más que yo me esforzaba, él no decía nada, pero se notaba en su rostro la desaprobación. Sin embargo, me animaba y decía que seguro la próxima vez lo iba a lograr.
Así que, ese miércoles 27 de mayo de 1506, iba dispuesta a hacer mi mejor esfuerzo, pero también decidida a decirle que ya no más, que se consiguiera otra, que no era justo para ninguno de los dos seguir desgastándonos en esta relación modelo-pintor. Me acomodé en la posición que ya sabía de memoria y, poco a poco, empecé a sonreír. Vi en sus ojos una emoción que no era común. Me hizo, con su mano izquierda, una señal de aprobación y me dijo: “Desvía un poco la mirada hacia la derecha, la sonrisa está perfecta, quédate ahí, no te muevas, respira suavemente, por favor”. No sé cuánto tiempo transcurrió. Estaba embelesado: me miraba, tomaba un pincel tras otro, me miraba de nuevo y cambiaba de colores en la paleta sin parar. Miró el retrato fijamente por varios minutos, después vino hacia mí, me abrazó y me dijo: “Hemos terminado, querida Bianca; así me miró y sonrió mi madre la última vez que la vi”.
Nunca más lo volví a ver. Supe que los últimos cinco años vivió en Francia por invitación del rey Francisco, en el castillo de Clos-Lucé, Amboise. Allí falleció.
Yo, por mi parte, continué mi vida. Ahora reposo en una fría pared del museo del Louvre. Soy de las más visitadas; es agotador. Vienen de todas partes del mundo a observarme. Lo que más me molesta es la cara de algunos cuando me ven por primera vez: debe ser por las dimensiones; todos se imaginan un cuadro gigante y no disimulan su decepción. Apenas mido 77 x 53 cm. No saben que el tamaño no importa. Otros solo me miran con curiosidad; se preguntan por qué no tengo cejas (yo tampoco lo sé). Se preguntan por mi mirada, se preguntan por mi sonrisa. Algunos permanecen lelos por varios minutos. Reconozco a algunos que ya han venido; no sé por qué regresan, parece que hubiesen olvidado algo.
Mi vida no ha sido fácil: he sido víctima de algunos de esos locos que andan por ahí. En 1911 estuve secuestrada durante dos años; afortunadamente fui rescatada sin sufrir daños. En 1956 se ensañaron conmigo: primero me lanzaron ácido; los daños fueron en la parte inferior. No imagino el proceso de restauración si hubiesen alcanzado mi rostro. Meses después me lanzaron una piedra; los daños fueron mínimos, no pasó del susto. En 1974, cuando viajé a Tokio, una mujer quiso dañar mi sonrisa con un marcador rojo, pero la extrema seguridad que me protegía impidió tan vil acto. El último ultraje sucedió hace poco, en 2022: un ambientalista me arrojó una torta llena de crema. El vidrio antiatentado que uso desde hace algunos años me salvó.
Ahora reposo un poco más tranquila. A las seis de la tarde se cierra el museo y los guardias hacen varios recorridos en la noche. Mi sala es de las más custodiadas. Leonardo estará presente en mi memoria por siempre.