Los alfileres

Por Jacqueline Benavides Delgado.

El párroco de la iglesia de San Antonio barría todos los días su parroquia y encontraba algunos alfileres. Este hecho le causaba mucha curiosidad.  Los alfileres se distribuían alrededor de la estatua de San Antonio que se encontraba en el ala derecha de la iglesia. Esta descansaba sobre el piso, algo extraño para estas estatuas porque usualmente se encuentran elevadas, para que nadie pueda tocarlas. Sin embargo, San Antonio, era un santo tan querido por la comunidad que el cura lo había dejado asequible para que las personas interactuaran con ella.

Las mujeres del pueblo lo habían vestido con un hábito rústico, de tela, un sayo. Algunas veces le quitaban el hábito para lavarlo y le ponían otro igual. Ellas se aglomeraban alrededor de la estatua, sin embargo, desde hacía un tiempo, el número de mujeres que visitaban la estatua había aumentado.

El párroco seguía intrigado por la aparición de alfileres en el piso, así que un día, se disfrazó de campesino y, sin que nadie notara su presencia, se sentó cerca de la estatua. Pasaron algunos minutos cuando el misterio se comenzó a develar. Las mujeres se acercaban y de sus bolsos sacaban alfileres que introducían en el sayo de San Antonio. Ahora bien, lo más curioso era que quitaban los que estaban ya pegados y los guardaban. Además, dejaban caer algunos cerca de la estatua. Sorprendido el cura decidió averiguar por qué se estaba implementando ese ritual entre sus fieles devotas.

Un día, con el mismo disfraz de campesino, siguió a una de estas mujeres. Ella era una mujer de unos 30 años, joven, soltera y con muchas ganas de casarse. La mujer siguió por un camino que conectaba dos veredas. Casi nadie pasaba por allí porque pocas personas vivían por esos parajes.

La caminata fue como de una hora, hasta que ella se detuvo en una casa. Era curioso que alrededor de la casa había una fila de personas, esperando un turno. ¿Para qué? No se sabía. El sacerdote decidió ubicarse en la fila, como un campesino más. No habló con nadie. Pasaron varias horas, la gente esperaba con paciencia su turno, hasta que llegó el momento en que el supuesto campesino atravesó la puerta de entrada de la misteriosa casa.

Lo primero que vio fue un lugar oscuro, iluminado solo con velas. Con humo que salía de una olla que hervía en la mitad de la habitación. El olor no era desagradable, olía como a canela. Al final de la habitación había una mesa y sentada en una silla estaba una mujer.  La mujer parecía una bruja, por su vestimenta. Ella se dirigió al él y le dijo que siguiera y que se sentara. Le preguntó que quería. El cura no sabía que inventar, así que le dijo que estaba preocupado por su hermana, porque diariamente iba a la iglesia y le robaba los alfileres al sayo de San Antonio.

La mujer se sonrió y le dijo.

―Estimado amigo, lo que sucede es que se trata de un agüero. Si la mujer, durante un mes, cambia los alfileres del Sayo de San Antonio y le coloca unos nuevos, deja algunos en el piso y los que tomó del Sayo los pone en un alfiletero cerca de una vela encendida e incienso de sándalo, durante un mes, se casará pronto.

El cura le pagó una suma elevada de dinero, que la mujer le exigió por su consulta. Él salió aterrado. ¿Cómo era posible que las mujeres del pueblo creyeran más en esa bruja que en él? Se sintió traicionado y a la vez preocupado, porque su parroquia era cada vez más pobre y la casa de la bruja, cada vez más rica.

Durante varios días estuvo cavilando, rezando y desvelado buscando soluciones, hasta que un día encontró un camino para competir con la bruja. Escribió un sermón dedicado a las solteronas, que buscaban marido. Su mensaje se centró en contarles que había decidido quitarle el sayo a la estatua de San Antonio y elevarlo al cielo, es decir, ponerlo en una de las columnas del templo.

Adicionalmente, el cura comentó que harían una procesión cada mes con la estatua a hombros y la llevarían a recorrer todo el pueblo. Al finalizar la parroquia ofrecería una fiesta en honor a San Antonio, donde habría música y baile.

Las mujeres quedaron desconcertadas, porque ahora no podrían cambiar los alfileres del sayo del santo, claro que les atraía el tema del baile en honor a San Antonio.

La primera procesión y la fiesta fueron un éxito. El pueblo entero salió a acompañar al cura y a su amado San Antonio.  El baile permitió que los solteros se conocieran entre sí y un mes después, la iglesia celebraba matrimonios casi todos los domingos.

El cura había ganado, así que volvió a la casa de la bruja. Ya no había colas eternas, casi nadie iba. Al entrar la bruja estaba sentada y le preguntó que quería. Él le dijo:

―Quiero casarme, pero no tengo novia.

La bruja le dijo:

―Señor cura, usted me acabó el negocio, para qué sigue con esa farsa.  

El cura se sorprendió, ¿por qué lo había reconocido?

La bruja le dijo:

―Yo también hice espionaje como usted. Hasta estuve en el baile y lo vi y lo reconocí. ¿Por qué me arruinó?

El cura no sabía qué hacer y le dijo:

―¿Señora, acaso sus alfileres servían para casar a la solteras? Yo creo que no, porque los matrimonios casi no se celebraban, ahora hay muchos. Sus métodos no funcionan.

―Funcionan, señor cura, y se lo voy a comprobar. De ahora en adelante, usted no podrá dejar de venir a visitarme, porque se enamorará de mí.

El cura se rio y se fue.

Lo que siguió después, nadie lo pudo creer, el cura terminó casado con la bruja y, mientras ella seguía con sus métodos basados en agüeros, él diseñó una página web para solteros y solteras con el fin de ayudarles a encontrar pareja. La página la llamó Milagros de amor.