Por Luisa Cheya Fajardo.
Hace muchos años compramos una finca ubicada en un caserío llamado Las Bocas de Río Chiquito, en el Estado Monagas, Venezuela. Era una vasta extensión que abarcaba más de doscientas hectáreas. La compra incluía la bienhechuría de una casa inconclusa, donde cientos de murciélagos habían hecho su hogar. Poco a poco fuimos acondicionándola y eliminamos todo esos los bichos.
Los primeros vecinos que conocimos, nos dijeron que la propiedad tenía muchos años abandonada y nadie se atrevía a comprarla, aun cuando su costo era casi un regalo, porque según ellos, estaba habitada por duendes y aparecidos, razón por la cual, los pocos interesados declinaban la compra y nosotros lo supimos después de firmar el contrato.
Nosotros íbamos a la finca todos los fines de semana. Mi marido, mi hermana y algunos sobrinos me pasaban buscando por la oficina los viernes en la tarde. En la mitad del trayecto nos deteníamos para recoger a otros familiares y amigos, llegando a nuestro destino temprano en la noche.
El lugar, a plena luz del día, era precioso, con una geografía bastante irregular, conformada por cerros y lomas de varios tamaños y alturas. Para completar su belleza, el terreno tenía dos manantiales, uno que bordeaba la casa por un costado, en cuyas orillas crecían orgullosos lirios y bijaos, racimos de helechos reposaban en los árboles y sus aguas heladas me deleitaban cada tarde al sumergirme en él. El otro manantial, que era más grande, nacía debajo de una gran piedra en medio del cafetalito que estaba más alejado de la casa y algunas noches el viento traía el olor azufrado que emanaban de sus aguas, trayendo a nuestras memorias recuerdos de historias de espantos y le daba al ambiente un toque demoníaco. Era en esas noches cuando empezaban a aflorar mis más recónditos miedos, porque todas las sombras le adosaban a mi alma un temor angustioso que yo trataba disimular para no contagiar a los niños.
Con el avance de la noche, las sombras cambiantes exaltaban más mi imaginación porque se les sumaban el canto de las aves nocturnas, imprimiéndoles una sensación aún más tenebrosa. También me asustaba el hecho de estar tan aislados porque la casa más próxima estaba detrás de una gran loma, al otro lado del río y a más de doscientos metros de la nuestra.
Para ingresar a nuestra propiedad, había que atravesar una batea por donde corría un rio murmurante de agua cristalina y fría. Esa batea conectaba a la carretera nacional con otra de tierra que concluía en la entrada de la finca.
Los hombres que siempre nos acompañaban eran Carlos, Rafael y Joel. Ellos nunca salían de noche fuera de nuestros linderos y eso me tranquilizaba. Pero una tarde de sábado, como a las seis y después de un día extenuante de trabajo, los tres hombres decidieron llegar hasta el río para refrescarse y disfrutar de un merecido descanso. Pasaron por la casa buscando los enceres necesarios para bañarse y aprovecharon de meter en el morral una garrafa de ron de casi dos litros. Viendo la hora y por temor a que no regresaran temprano les grité cuando iban a medio camino:
-¡No vayan a regresar tarde, porque en una hora sirvo la cena!
Joel, mi marido, dijo algo que no alcancé a escuchar y todos se carcajearon. Mi hermana Carmen que estaba conmigo exclamó:
-¡Ay dios, mala señal!
Cuentan que cuando llegaron al río se sentaron en la chorrerita de la batea y al poco tiempo se les sumó un grupo de tres campesinos que habían ayudado con la faena, y entre los seis, consumieron la bebida ávidamente y decidieron entonces, traer dos garrafas más. Ellos calculan que, como a las nueve de la noche, los campesinos abandonaron el lugar y los muchachos se quedaron libando la última botella. Esa noche era muy oscura y se percibía fuerte el olor a azufre. Había tantos cocuyos que se podía atrapar por puños, dándole al ambiente un aspecto irreal, espantoso y mágico, que no mejoraba al recordar los comentarios de aquellos vecinos cuando refirieron lo de los duendes y aparecidos.
Pasadas las siete de la noche y al ver que los hombres no regresaban, decidimos cenar y después, mi hermana, los niños y yo, jugamos un rato a las cartas para hacer más leve la espera.
Como las nueve y media de la noche, mi hermana me dio a beber una infusión de toronjil porque a esa hora, yo era un manojo de nervios y después, nos fuimos a acostar. Recé con el fervor de una beata, encomendé a Dios mi alma y la de mi familia y no sé si fue Morfeo quien se apiadó de mí, o fue el brebaje que hizo su efecto. Me desperté después de un par de horas y tendí la mano para tocar a mi marido y encontré su lugar vacío, asustada me senté en la cama sintiendo la aceleración de mis pulsaciones y en medio de la oscuridad pude distinguir a mi hermana parada frente a la ventana de su cuarto. Ella no me vio, pero oí claramente cuando exclamó en voz baja:
-¡Ay dios mío!
-¿Qué pasó? -le pregunté angustiada.
-Allá vienen los muchachos –respondió.
Me asomé por la ventana y vi las siluetas que venían todavía lejos de la casa. Más relajada me volví a acostar, le sugerí que hiciera lo mismo, pero no me hizo caso y siguió pegada a la ventana, a la vez que decía:
-¡Algo malo pasó!
Me levanté otra vez y vi a los hombres caminar muy rápido. Rafael y Joel tropezaron cayendo de bruces. Agucé la mirada y observé que no traían nada en las manos y estaban descalzos. Llegaron a la casa y se sentaron en el suelo del corredor. Silencio sepulcral… estaban pálidos, sus cuerpos temblorosos y jadeantes, y los ojos llenos de terror; ellos se miraban entre sí como quien no da crédito a lo sucedido, estaban en estado de shock.
Poco a poco los hombres empezaron a comentar entre ellos lo sucedido, con el miedo reflejado en la cara. Nosotras, escondidas tras las ventanas, no entendíamos lo que decían porque no eran más que frases sueltas pronunciadas con voz pastosa, lo único que escuchamos claramente fue la voz de Carlos cuando exclamó:
-¡No joda, yo no vuelvo a i pa esa vaina de noche!
Nos volvimos a acostar asustadas y nerviosas porque no entendimos nada. Yo fingí dormir, no quería saber qué había pasado y al rato los hombres se fueron a sus camas y pensé: Dios mío, ¿qué cosa tan horrible pudo haberles pasado?
La impresión y el susto me llevaron al paroxismo, causándome vértigos y creí desvanecer cuando mi marido se sentó en el borde de la cama, se persignó, bajó la cabeza juntando sus manos y en absoluta humildad dijo:
-Protégenos Señor.
Esa frase quedó tatuada en mi memoria, porque, por primera vez, Joan tan soberbio y ateo, desnudó su corazón ante Dios.
Al día siguiente todos nos levantamos temprano y enseguida quisimos saber lo ocurrido, pero ninguno quería hablar, todavía giraba en el ambiente una sensación de miedo. Por nuestra insistencia, al final Carlos, que estaba sentado en el pasillo del corredor, se decidió a contar lo ocurrido. Mientras lo hacía volteaba la cabeza, como para cerciorarse que todo estaba bien. Rafael y Joel, se sentaron cabizbajos y de cuando en cuando miraban de reojo alrededor.
Carlos empezó a contar:
-Estábamos sentados en la chorrera de la batea terminando de beber el ron que nos quedaba. Aunque la noche estaba oscura, la luz de los postes alumbraba bien la batea. De repente, sin saber de dónde salió, vi en la otra orilla del río a un hombre alto y delgado, sin camisa; que pareció de la nada frente a nosotros, y no sé por qué el tipo me dio mala espina. Todos sentimos lo mismo. ¿Verdad muchachos? -Consultó, ellos movieron la cabeza afirmativamente y continuó diciendo-: Era casi la una, el tipo me impresionó tanto, que un escalofrío me corrió por la columna, las piernas me temblaban y, a pesar de lo mojado que estaba, sentí que un líquido caliente me chorreaba entre las piernas, así de asustao estaba y pensé: Ya va, si he sido un soldao toda mi vida ¿le voy a tener miedo a ese carajo? Mejor voy a averiguar lo que le pasa a ese marico y armado con el valor que le pedí a diosito, agarré el foco y me acerqué a la otra orilla. Reconozco que estaba cagao, ¡bien cagao! pero era mi oportunidad de enfrentar mi miedo. Me paré frente al tipo, alumbré su cara procurando que la voz me saliera lo más normal posible y le pregunté: ¿Qué pasó compay? Él, que en ese momento estaba de espalda se volteó… me quedé de una pieza. ¡Ave María purísima, el susto que me llevé! No podía definir su rostro porque estaba como borrao, de vez en cuando sus facciones cambiaban de lugar en su cara y parecían moverse dentro de una piel transparente, como hecha de sustancia gelatinosa, permitiendo con facilidad su metamorfosis. Su voz, parecía salir de ultratumba, vi que su boca giraba alrededor de la cara al responder, pronunciando sílaba por sílaba: “Me despertaron las voces que venían del río y vine a ver qué pasaba”. A penas pude oír lo que dijo y tratando de dominar el susto de canillas, giré sobre mis talones, pero fue tan violento el giro que volví a quedar frente al bicho ese, cerré los ojos por un instante y arranqué a correr, atravesé la batea rezando un apresurado Padre nuestro a toda carrera. Al verme, los muchachos se me unieron, mientras les gritaba: ¡Corran muchachos, corran y no volteen! Después de un trecho, paramos acezantes, volteamos por curiosidad para volver a al espanto y sólo vimos oscuridad total porque, para colmo, en ese instante se apagó la luz de la calle. Yo te digo una vaina mi tía, ese tipo era un espanto, a mí nadie me quita eso de la cabeza, ustedes saben bien que no le tengo miedo a nada ni a nadie, pero ese carajo ¡Ju! era maligno. Por eso fue, que cuando salimos corriendo del río, yo les decía a los muchachos, corran y no volteen, corran y no volteen, pero llegar hasta la casa no fue fácil porque nos caímos muchas veces.
Carlos calló y después nos mostró las peladuras que tenía en los brazos y rodillas, Joan trataba de ocultar el hematoma del pecho, mientras Rafael se quejaba del dolor que le producía el esguince de tobillo.
A media mañana, Carlos y Joan bajaron al caserío buscando averiguar algo relacionado con lo ocurrido esa noche, pero todas las personas consultadas respondían negativamente porque nadie sabía nada.
Al final tuvimos que abandonar la finca porque nuestros recursos para mantenerla, empezaron a menguar, nadie se aventuraba a comprarla y nosotros no nos atrevimos a volver.
Imagen aportada por autor.