Por: Alexander Suárez Sánchez.
Desde hace unas semanas la veía todos los días, cubierta de polvo, y con sus llantas cada día más desinfladas. Tenía el letrero de SE VENDE que uno compra en una papelería cualquiera. Si tiene pal whisky tiene pal hielo, me decía yo. De por sí ya es raro ver una camioneta prácticamente nueva pudrirse en un parqueadero de conjunto cerrado, como para que le peguen con cinta transparente semejante abominación en la ventana trasera, y con un número telefónico apenas legible.
Por suerte el aviso duró unos pocos días, aunque no había entendido si era porque el dueño se había resignado a quedársela o porque habría pensado mejor sobre la apariencia del letrero. Como sea, su camioneta no deslucía tanto por lo nueva y abandonada, sino porque la gruesa capa de polvo que la cubría desde hacía varias semanas permanecía tan impoluta como si estrenara capa de pintura. ¿Dónde estaba esa gente que sin temor a Dios le iba dibujando a los carros y a las busetas dibujos que eran agasajo de peatones y pasajeros? ¿Dónde estaban esos da Vinci efímeros del transporte público?
Me dio un escalofrío pensar que yo mismo no había realizado mi aporte a la sociedad con uno de estos grafitis de automotor. La idea me repugnaba porque así parecía que yo pertenecía a una clase social distinta, esa que teme ensuciarse las puntas de los dedos, y que dibuja por el privilegio pedante del arte y no como una forma de matar el tiempo.
¿No sería acaso este tipo de grafiti una forma de protesta genuina y potente? No el grafiti organizado por la alcaldía, que de grafiti no tiene nada, ni tampoco el rayón vandálico que afea hasta una volqueta. No. Este sería un performance anónimo, que criticaría a la sociedad consumista, a sus lujos, a sus derroches; y también sería poético, porque sería inofensivo sobre la materia pero indeleble en lo simbólico, como escribirle te amo a alguien sobre la arena: las olas lo borran en un minuto, pero el recuerdo queda para toda la vida. Sí, y en la oscura soledad del parqueadero podía cometer el crimen perfecto.
Pero ¿qué ponía? ¿Qué dibujaba? ¿Cómo superaba al directo “lavelo”, sin tilde? ¿Qué hubiera sido tan expresivo como un simple “cochino”, y que no resultara tan vulgar como el clásico “hp”? Ya todo esto había sido inventado, y no gozaba del matiz al que apuntaba. ¿Qué podía expresar mi indignación frente a esa máquina que estorbaba el paso y que simbolizaba algunos de los malestares actuales como el capitalismo salvaje, la sociedad de consumo o el egoísmo neoliberalista, que no implicara demasiadas palabras ni obscenidades ni insultos? Hasta que un día se me ocurrió. Algo genial, lo suficientemente crítico sin ser pretencioso ni intelectual. También ingenioso pero no demasiado calculado. Y por supuesto con un toque escatológico, aunque sin resultar vulgar.
Bajé de noche para que la oscuridad cubriera mi crimen sin víctima. Esperé a que se apagara la luz automática del parqueadero. Me aproximé a la camioneta detrás de una columna, y me di cuenta de que no había pensado bien en qué vidrio sería más efectivo. Mientras me decidía volvió a encenderse la luz. Me oculté detrás de la columna, y escuché unos pasos cortos que se aproximaban hacia mí. El desbloqueo de la camioneta me sobresaltó, y la anciana Lucía se dio cuenta de mi presencia. La saludé como de costumbre, y me pidió que la ayudara con algo que no hallaba en su apartamento, y que probablemente se encontraba dentro del carro. Le alumbré con mi celular y encontró en el cenicero un rosario que pertenecía a su esposo.
Le pregunté por don Germán y me dijo que llevaba en coma unas semanas, y que la camioneta recién comprada había quedado inutilizada porque ella ya no podía conducir a causa de las cataratas. Me la ofreció a muy buen precio porque necesitaba el dinero para seguir pagando el cuidado de su esposo. Me negué, y le pedí disculpas. Me preguntó por qué, y no supe qué contestarle.